La vida es el hecho cósmico del altruismo, y existe sólo como perpetua emigración del Yo vital hacia lo Otro

Ha sido un error incalculable sostener que la vida, abandonada a sí misma, tiende al egoísmo, cuando es en su raíz y esencia inevitablemente altruista.

Este carácter transitivo de la vitalidad no ha sido descontado por los filósofos que se preguntaron por el valor de la vida. Al notar que no se puede vivir sin interesarse por unas u otras cosas, han creído que, en efecto, lo interesante eran estas cosas y no el interesarse mismo. Una equivocación parecida cometería quien pensase que lo valioso en el alpinismo es la cima de la montaña, y no la ascensión. Cuando se medita sobre la vida es preciso saltar fuera de ella, dejar en suspenso y sin ejecutividad todos sus movimientos interiores, y desde el exterior verla fluir, como desde la orilla se presencia el turbulento galope del torrente. Por esto decía muy bien Fichte que filosofar es, propiamente, no vivir, y vivir, propiamente, no filosofar. Mas para que la fórmula tenga suficiente verdad es preciso entenderla en el sentido de que filosofar es el intento de sobre-vivirse, que es consustancial a la vida.

Cuando vivimos nuestra vida espontánea, nos afanamos por la ciencia, por el arte, por la justicia. Dentro de nuestro mecanismo vital son éstas las cosas que incitan nuestra actividad, son lo que vale «para» la vida. Pero, mirada la existencia desde fuera de sí misma, vemos que esas magníficas cosas son sólo pretextos que se crea la vitalidad para su propio uso, como el arquero busca para su flecha un blanco. No son, pues, los valores trascendentales quienes dan un sentido a la vida, sino, al revés, la admirable generosidad de ésta, que necesita entusiasmarse con algo ajeno a ella. No quiero decir con esto que todas esas grandes cosas sean ficticiamente valiosas: sólo me interesa advertir que no es menos valioso ese poder de encenderse por lo estimable que constituye la esencia de la vida.

Extracto de El tema de nuestro tiempo




El mundo no se explica a sí mismo

Este salón es en su totalidad presente en la percepción que de él tenemos. Parece -al menos en nuestra visión- algo completo y suficiente. Se compone de lo que en él vemos y nada más. Al menos, si analizamos lo que al verlo hay en nuestra percepción, parece no haber más que sus colores, sus luces, su forma, su espacio y no necesitar de más. Pero si, al abandonarlo dentro de un instante, halláramos que en la puerta terminba el mundo, que más allá de este salon no había nada, ni siquiera espacio vacío, nuestra mente sufriría un choc de sorpresa.

¿Por qué, si en nuestra mente no había antes más que lo que veíamos del salón, nos causa sorpresa, sin necesidad de ninguna reflexión, que no haya en derredor de él casa y calle, y ciudad, y tierra, y atmósfera, etc., etc.?

Por lo visto en nuestra percepción, junto con la presencia inmediata de su interior, de lo que vemos, había, bien que en forma latente, todo un vago fondo que, si faltase, lo echaríamos de menos. Es decir, que este salón no era ni aún en la simple percepción algo completo, sino sólo primer plano que se destaca sobre un fondo vago con el que contamos tácitamente, que ya existía para nosotros, bien que como oculto y adjunto, envolviendo lo que, de hecho, vemos.

Este fondo vago y envovente no está presente ahora, pero está ahora compresente. Y, en efecto, siempre que vemos algo este algo se presenta sobre un fondo latente, oscuro, enorme, de contornos indefinidos que es -simplemente- el mundo, el mundo del que forma parte, de que es sólo pedazo. Lo que en cada caso vemos es sólo el promontorio visible que hacía nosotros adelanta el resto latente del mundo. Y así podemos elevar a ley general esta observación y decir: presente algo, está siempre compresente el mundo.

Y lo mismo acontece si nos fijamos en nuestra realidad íntima, en lo psíquico. Lo que en cada instante vemos de nuestro interior es sólo un pequeño trozo: estas ideas que ahora pensamos, este dolor que sufrimos, esta imagencilla que se pinta en nuestro escenario íntimo, esta emoción que ahora sentimos; este pobre montoncillo de cosas que ahora vemos de nosotros es sólo lo que en cada caso se adelanta a nuestra mirada vuelta hacía adentro, es sólo como el hombro de nuestro yo completo y efectivo, el cual queda al fondo como una gran cuenca o serranía de que en cada instante vemos sólo el rincón de un paisaje.

Pues bien, el mundo -en el sentido que ahora damos a la palabra- es sólo el conjunto de las cosas que podemos ir viendo unas tras otras. Las que ahora no vemos sirven de fondo a las que vemos, pero luego serán aquellas las que tengamos delante, inmediatas, patentes, dadas. Y si cada una es sólo fragmento y el mundo es no más que su colección o montón, quiere decirse que, a su vez, el mundo entero, el conjunto de lo que nos es dado y que por sernos dado podemos llamarlo “nuestro mundo”, será también un fragmento enorme, colosal, pero fragmento y nada más. El mundo no se explica tampoco a sí mismo: al contrario, cuando nos encontramos teóricamente ante él nos es dado sólo… un problema.

Ortega y Gasset. Extracto de ¿Qué es filosofía?




La vida como valor o principio

No hay nada más opuesto a la espontaneidad biológica, al mero vivir la vida, que buscar un principio para derivar de él nuestros pensamientos y nuestros actos. La elección de un punto de vista es el acto inicial de la cultura. Por consiguiente, el imperativo de vitalismo que se eleva sobre el destino de los hombres nuevos no tiene nada que ver con el retorno a un estilo primitivo de existencia.

 

Se trata de un nuevo sesgo de la cultura. Se trata de consagrar la vida, que hasta ahora era solo un hecho nudo y como un azar del cosmos, haciendo de ella un principio y un derecho. Parecerá sorprendente apenas se repare en ello; mas es el caso que la vida ha elevado al rango de principio las más diversas entidades, pero no ha ensayado nunca hacer de sí misma un principio. Se ha vivido para la religión, para la ciencia, para la moral, para la economía; hasta se ha vivido para servir al fantasma del arte o del placer; lo único que no se ha intentado es vivir deliberadamente para la vida. Por fortuna, esto se ha hecho, más o menos, siempre, pero indeliberadamente, tan pronto como el hombre se daba cuenta de que lo estaba haciendo, se avergonzaba y sentía un extraño remordimiento.

Es demasiado sorprendente este fenómeno de la historia humana para que no merezca alguna meditación.
La razón por la cual elevamos a la dignidad de principio una entidad cualquiera, es que hemos descubierto en ella un valor superior. Porque nos parece que vale más que las otras cosas la preferimos y hacemos que estas le queden subordinadas. Junto a los elementos reales que componen lo que un objeto es, posee éste una serie de elementos irreales que constituyen lo que ese objeto vale. Lienzo, líneas, colores, formas son los ingredientes reales de un cuadro: belleza, armonía, gracia, sencillez son los valores de ese cuadro. Una cosa no es, pues, un valor, sino que tiene valores,es valiosa. Y esos valores que en las cosas residen son cualidades de tipo irreal. Se ven las líneas del cuadro, pero no su belleza: la belleza se «siente», se estima. El estimar es a los valores lo que el ver a los colores y el oír a los sonidos.

Cada objeto goza, por tanto, de una especie de doble existencia. Por una parte es una estructura de cualidades reales que podemos percibir; por otra es una estructura de valores que sólo se presentan a nuestra capacidad de estimar. Y lo mismo que hay una experiencia progresiva de las propiedades de las cosas –hoy descubrimos en ellas facetas, detalles que ayer no habíamos visto-, hay también una experiencia de valores, un descubrimiento sucesivo de ellos, una mayor fineza en su estimación.

Estas dos experiencias –la sensible y la estimativa- avanzan independientemente una de otra. A veces nos es perfectamente conocida una cosa en sus elementos reales, y, sin embargo, somos ciegos para sus valores. Pendiendo de las paredes, en estrados, iglesias y galerías, han permanecido durante más de dos siglos los cuadros del Greco. Sin embargo, hasta la segunda mitad de la centuria pasada no fueron descubiertos sus valores específicos. En lo que antes parecían defectos se revelaron de pronto altísimas calidades estéticas. La facultad estimativa –que nos hace «ver» los valores- es, pues, completamente distinta de la perspicacia sensible o intelectual.

Y hay genios del estimar, como los hay del pensamiento. Cuando Jesús, soportando dócilmente una bofetada, descubre la humildad, enriquece con un nuevo valor la experie cia de nuestras estimaciones. Del mismo modo, hasta Manet, nadie había reparado en el encanto que posee la trivial circunstancia de que las cosas vivan
envueltas en la vaga luminosidad del aire. Con la belleza del plen air quedó definitivamente aumentado el repertorio de los valores estéticos.

 

Extracto del libro: El tema de nuestro tiempo




La democracia invertebrada del Estado español

Para entender las claves de la crisis de la democracia formal española, habría que recurrir al filósofo y ensayista José Ortega y Gasset quien en su ensayo “La España invertebrada” publicada en 1921, realiza un exhaustivo análisis de la crisis social y política de su época. Así, estaríamos asistiendo a un nuevo escenario de “invertebración histórica” cuya casuística podríamos ordenar en tres estratos diferentes siguiendo el esquema orteganiano.

 Por Germán Gorraiz- Analista

 

En la epidermis exegética, según Ortega estarían “los errores y abusos políticos así como los defectos de la forma de gobierno”, lo que trasladado al escenario político actual, se traduciría en los errores políticos del Gobierno de Sánchez. Así, su incapacidad para lograr la sincronía con su socio Podemos así como para hacer frente a la estrategia diseñada por la fundación FAES basada en el renacimiento de ETA y en la sombra de pucherazo electoral, habría permitido a PP y Vox una victoria arrolladora en las recientes elecciones municipales y autonómicas.

En una siguiente capa o dermis exegética, encontramos el fenómeno de la disgregación o “particularismos” en el léxico orteganiano y que tendría su reflejo político en los movimientos independentistas o soberanistas vascos y catalanes. Así, según Ortega, “La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte de un todo y en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los demás”.

Sin embargo, a esta actitud política se opondría según Ortega la “faena de totalización”, concepto que podría traducirse como un proceso incorporativo en el cual los diferentes grupos sociales quedarían integrados como partes de un todo (España), tesis defendida por partidos como PP y Vox mientras el PSOE y Sumar estarían sumidos en un agujero existencial. Según Ortega, “la potencia verdaderamente sustantiva que impulsa y nutre el proceso de totalización es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común”.

Finalmente, llegamos a la tercera capa o subcutis exegética, titulada por Ortega como “aristofobia o miedo a los mejores”. Según sus palabras, “la rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores y la escasez de los mismos en la política sería la verdadera razón del gran fracaso hispánico”. Como solución, al final del ensayo, Ortega apunta al “imperativo de la selección que debiera gobernar los espíritus y orientar las voluntades y usando de ella como de un cincel, ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español”.

Sin embargo, dicha utopía deberá esperar a que un determinado número de personas en el Estado español (Masa Crítica), alcance una conciencia más elevada, momento en que el individuo es capaz ya de realizar un salto evolutivo y lograr un cambio de mentalidad. Dicha tesis es conocida como “Teoría del Centésimo Mono” y fue citada por el biólogo Lyan Watson en su obra “Lifetide” publicada en 1979, por lo que se antoja inevitable un proceso de catarsis y posterior metanoia colectiva en el Estado español.




La filosofía como “regreso” a la vida auténtica

Desde hace muchos siglos acaece que el individuo antes de sentir él la necesidad de filosofar, encuentra la filosofía como ocupación públicamente constituida y mantenida, es decir, que somos solicitados para ocuparnos de ella por razones inauténticas –lo que tiene de profesión “que alimenta a su hombre”, lo que tiene de prestigio u otros motivos más “puros”, pero que tampoco son auténticos, como ir a la filosofía por afición o curiosidad. La prueba de que todos estos motivos son, inauténticos, está en que todos su suponen la filosofía ya hecha.

 

El profesional aprende y cultiva esa que hay ya ahí, el aficionado le gusta porque la ve ya hecha y su figura lograda le atrae, etc. Esto es perniciosísimo porque corremos el riesgo de encontrarnos sumergidos en una ocupación cuyo íntimo y radical sentido no hemos tenido tiempo ni ocasión de descubrir. Y, en efecto, en casi todas las ocupaciones humanas acontece que por “estar ya ahí”, los hombres suelen adoptarlas mecánicamente y entregar su vida a ellas sin que jamás tomen contacto con su radical realidad.

En cambio, el filósofo auténtico que filosofa por íntima necesidad no parte hacia una filosofía ya hecha, sino que se encuentra, desde luego, haciendo la suya, hasta el punto de que es su síntoma más cierto verle rebotar de toda filosofía que ya está ahí, negarla y retirarse a la terrible soledad de su propio filosofar.

Esa constante invitación a la inautenticidad que la preexistencia social de las ocupaciones humanas nos dirige, es uno de los componentes trágicos del hombre, no obstante su ningún aspecto melodramático. De ahí que sea preciso combinar el aprendizaje y absorción de la filosofía socialmente constituida y recomendada con un perenne esfuerzo por negar todo eso y volver a comenzar, o lo que es igual, por repristinar la situación en que la filosofía se originó. Aquellos primeros filósofos que en absoluto la hicieron porque en absoluto no la había, que, en rigor, no llegaron a hacer una filosofía sino que meramente la iniciaron, son el auténtico profesor de filosofía a que es preciso llegar perforando el cuerpo de todos los profesores de filosofía subsecuentes.

en casi todas las ocupaciones humanas acontece que por 'estar ya ahí', los hombres suelen adoptarlas mecánicamente y entregar su vida a ellas sin que jamás tomen contacto con su radical realidad.Haz click para twittear

Todo gran filósofo lo fue porque acertó a reproducir en su persona, siquiera aproximadamente, aquella situación originaria en que la filosofía nació. Por eso nos importa también mucho intimar con esos renovadores del pensamiento filosófico que no pudiendo ya originarlo lograron reoriginarlo. Pero, insisto una vez más: la historia de la filosofía en su modo habitual apenas nos sirve para facilitar la convivencia íntima con el pensador antiguo, porque al no reconstruir el drama individual de su existencia no nos hace patente el esencial espectáculo de su filosofía originándose en aquélla.

Extracto de Origen y epílogo de la filosofía

Origen y epílogo de la filosofía

Planteamiento de la naturaleza, de la filosofía y de su razón histórica, al contemplar panorámicamente la totalidad de su pasado e intentar reconstruir el dramático suceso de su origen

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Arroyos y oropéndolas

Es ahora el pensamiento un dialéctico fauno que persigue, como a una ninfa fugaz, la esencia del bosque. El pensamiento siente un fruición muy parecida a la amorosa cuando palpa el cuerpo desnudo de una idea.

 

Con haber reconocido en el bosque su naturaleza fugitiva, siempre ausente, siempre oculta –un conjunto de posibilidades-, no tenemos entera la idea del bosque. Si lo profundo y latente ha de existir para nosotros, habrá de presentársenos y al presentársenos ha de ser en tal forma que no pierda su calidad de profundidad y latencia.

Según decía, la profundidad padece el sino irrevocable de manifestarse en caracteres superficiales. Veamos como lo realiza.

Esta agua que corre a mis pies hace una blanda quejumbre al tropezar con las guijas y forma un curvo brazo de cristal que ciñe la raíz de este roble. En el roble ha entrado ahora poco una oropéndola como en un palacio la hija de un rey. La oropéndola da un denso grito de su garganta, tan musical que parece una esquirla arrancada al canto del ruiseñor, un son breve y súbito que un instante llena por completo el volumen perceptible del bosque. De la misma manera llena súbitamente el volumen de nuestra conciencia un latido de dolor.

Tengo ahora delante de mi estos dos sonidos; pero no están ellos solos. Son meramente líneas o puntos de sonoridad que destacan por su genuina plenitud y su peculiar brillo sobre una muchedumbre de otros rumores y sones con ellos entretejidos.

Si del canto de la oropéndola posada sobre mi cabeza y del son del agua que fluye a mis pies hago resbalar la atención a otros sonidos, me encuentro de nuevo con un canto de oropéndola y un rumorear de agua que se afana en su áspero cauce. Pero ¿qué acontece a estos nuevos sones? Reconozco uno de ellos sin vacilar como el canto de una oropéndola, pero la falta brillo, intención: no da en el aire su puñalada de sonoridad con la misma energía, no llena el ámbito de la misma manera que el otro, más bien se desliza subrepticiamente, medrosamente. También reconozco el nuevo clamor de fontana: pero ¡ay! Da pena oírlo. ¿Es una fuente valetudinaria? Es un sonido como el otro, pero más entrecortado, más sollozante, menos rico de sones interiores, como apagado, como borroso; a veces no tiene fuerza para llegar a mi oído: es un pobre rumor débil que se pierde en el camino.

Tal es la presencia de estos nuevos sonidos, tales son como meras impresiones. Pero yo, al escucharlos, no me he detenido a describir –según aquí he hecho- su simple presencia. Sin necesidad de deliberar, apenas los oigo los envuelvo en un acto de interpretación ideal y los lanzo lejos de mí: los oigo como lejanos.

Si me limito a recibirlas pasivamente en mi audición estas dos parejas de sonidos son igualmente presentes y próximas. Pero la diferente calidad sonora de ambas parejas me invita a que las distancie atribuyéndoles distinta calidad espacial. Soy yo, pues, por un acto mío, quien las mantiene en una distensión virtual: si este acto faltara, la distancia desaparecería y todo ocuparía indistintamente un solo plano.

Resulta de aquí que es la lejanía una cualidad virtual de ciertas cosas presentes, cualidad que solo adquieren en virtud de un acto del sujeto. El sonido no es lejano, lo hago yo lejano.

Análogas reflexiones cabe hacer sobre la lejanía visual de los árboles, sobre las veredas que avanzan buscando el corazón del bosque. Toda esta profundidad de lontananza existe en virtud de mi colaboración, nace de una estructura de relaciones que mi mente interpone entre unas sensaciones y otras.

Hay pues, toda una parte de la realidad que se nos ofrece sin más esfuerzo que abrir los ojos y oídos –el mundo de las puras impresiones-. Bien que le llamemos mundo patente. Pero hay un trasmundo constituido por estructuras de impresiones, que si es latente con relación a aquel, no es, por ello, menos real. Necesitamos, es cierto, para que este mundo superior exista ante nosotros, abrir algo más que los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo, pero la medida de este esfuerzo no quita ni pone realidad a aquel. El mundo profundo es tan claro como el superficial, solo que exige más de nosotros.

Extracto del libro “Meditaciones del Quijote” de Ortega

 

Meditaciones del Quijote

Se trata del primer libro publicado en 1914 que pretendía ser el primero de una serie de diez «Meditaciones» o «Salvaciones» que no llegó a realizar como tal. En las Meditaciones del Quijote se plantea por vez primera la célebre idea de «yo soy yo y mi circunstancia».

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“¿Por qué el hombre se afana en conocer?”

La filosofía es, decíamos, por lo pronto algo que el hombre hace; por ejemplo, nosotros ahora. Luego precisábamos un poco; entre el innumerable hacer del hombre encontramos el hacer filosofía en aquel conjunto de actividades que comienzan siempre por un preguntarse uno a sí mismo: ¿Qué es tal cosa?, por ejemplo, ¿qué es la luz? A esta clase de preguntas que inquieren y postulan lo que una cosa es llamábamos “preguntas esenciales” o “del ser” y constituyen a su vez un peculiarísimo hacer del hombre.

Ortega y Gasset – Extracto de ¿Qué es conocimiento?

 

En su análisis estábamos. Nos llamaba la atención que al preguntarnos ¿qué es esta luz? no preguntamos por esta luz. Un ciego podría preguntarnos: ¿dónde está la luz de esta habitación? Este hombre no hacía una pregunta por el ser de la luz, sino por esta luz misma. Pero nosotros tenemos delante esta luz, patente, inmediata, sin cuestión, y no ha lugar a preguntarnos por ella. Lo que inquirimos es otra cosa que ella: su ser su esencia. Ahora bien, el ser, las esencias de las cosas, no están delante, inmediatamente, sino que por lo visto están siempre tras las cosas latentes, más allá de ellas, a ultranza de ellas.

Frente al mundo de las cosas o inmediato, constituyen un trasmundo, que se haya por su índole inexorable a una distancia absoluta de nosotros; es decir, que el ser de esta luz no está de nosotros más o menos lejos, como está más lejos de nosotros que esta luz la farola de la Puerta del Sol, sino que se halla en un lejos radical y absolutamente lejos. Por lo mismo ese trasmundo nos impone la tarea de buscarlo. Él no se presenta nunca por su propio pie y palmario, sino constitutivamente se halla al cabo de un esfuerzo nuestro por buscarlo.

Dijérase que el mundo es un jeroglífico, y el trasmundo del ser la frase que a la par significa y oculta aquel mundo. Pero el jeroglífico no lo sería por las solas figuras que de él vemos: es preciso que alguien nos diga: “estas figuras tienen, además de su patente forma, un latente sentido”. En el mundo hallamos sólo las figuras paladinas y nadie nos ha dicho que recelan un sentido arcano. Por eso nos ocurría esta cuestión: ¿cómo es que el hombre no se contenta con lo que encuentra ante sí, con el mundo inmediato, y se pregunta por el trasmundo del ser, del cual ningún navegante ultrahumano le ha hablado, del cual no tiene la menor noticia?

Mirar es recorrer con los ojos lo que está ahí; pero conocer es buscar lo que no está ahí: el ser, y es precisamente un no contentarse con ver que se puede ver, antes bien, un negar como insuficiente lo que se ve y postular lo invisible.Haz click para twittear

A este esfuerzo por llegar hasta el ser, que la pregunta inicia, suele llamarse conocimiento. Y así la cuestión anterior puede formularse también: ¿por qué el hombre se afana en conocer? Aristóteles, como un médico de Molière, nos contesta en el solemne frontis de sus libros metafísicos, diciendo: “el hombre se afana en conocer por su naturaleza misma”. En nuestra terminología podríamos traducir así la respuesta aristotélica: el hombre se pregunta por el ser gracias a que es constitutivamente un ente que se pregunta por el ser. Pero nosotros, aspirando a no ser médicos de Molière, inquirimos precisamente qué constitución es esa del hombre que le lleva a conocer.

Se advierte que Aristóteles no ve con claridad la cuestión previa que ahora nos planteamos. La prueba de ello es que a la frase anterior agrega esta: “señal de eses afán de conocer es su afición a percibir, sobre todo a mirar”. Aquí, Aristóteles se acuerda de Platón, quien situaba a los hombres de ciencia, a los filósofos, en la especie de los filotheamones, de los amigos de mirar, de los que van a espectáculos.

Mirar es recorrer con los ojos lo que está ahí; pero conocer es buscar lo que no está ahí: el ser, y es precisamente un no contentarse con ver que se puede ver, antes bien, un negar como insuficiente lo que se ve y postular lo invisible.

Aristóteles, con esta indicación y con otras muchas que abundan en sus libros, nos revela cuál es su idea del conocimiento. Según él, consistiría éste simplemente en el uso o ejercicio de una facultad que el hombre tiene, como mirar es usar de la visión. Tenemos sentidos, tenemos memoria que conserva los datos de aquéllos, tenemos experiencia en que esa memoria se selecciona y decanta. Todos esos mecanismos de la psique humana que el hombre, quiera o no, ejercita. Este ejercicio sería el conocimiento.

Yo creo que hay una radical confusión que lastra toda la historia de la filosofía, especialmente la teoría del conocimiento. Cuando se pregunta por qué el hombre se ocupa en conocer, se responde mostrando los mecanismos intelectuales que el hombre hace funcionar para conocer y se identifican aquéllos con éste. Ahora bien; es evidente que conocer una cosa no es verla, ni recordarla, ni ejercitar con motivo de ella las operaciones sensu stricto intelectuales, tal como abstraer, comparar, inferir. Todas estas son “facultades” o aparatos con que me encuentro dotado y de que hago uso para conocer; pero no son el conocer mismo.

 

¿Qué es conocimiento?

Serie de cinco artículos publicados en El Sol en 1931.

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Condiciones para aprender de la historia: la tesis del “regreso al futuro”

Quien no aprende de sus errores está condenado a repetirlos. Es probablemente uno de los aforismos más lúcidos y populares que existe y, sin embargo, es con seguridad uno de los que menos aplicamos en nuestra vida. Errar es humano, se dice. Una máquina no puede equivocarse. En todo caso, puede fallar debido a un mal funcionamiento. Para poder equivocarnos debemos estar en un determinado estado de conciencia, en un nivel más o menos vigílico (no vamos a considerar la posibilidad cierta que puedo soñar que me equivoco).

 

Podemos distinguir un tipo de aprendizaje técnico, de habilidades, memorístico y un tipo de aprendizaje práctico, útil para conducirse mejor en la vida, en la relación con los demás, en los proyectos… Sobre éste último vamos a enfocar este artículo.

Suponemos, entonces, una primera condición para aprender del error: estar atento a la cuenta de lo que hago, en este caso, del error cometido. La segunda condición es el reconocimiento. Esto requiere una cierta coherencia, un poco de seguridad en uno mismo, por así decir. Es sorprendente lo rapidito que, ante cualquier problema, “tiramos pelotas fuera”, es decir buscamos justificaciones para no reconocer que nos hemos equivocado. Aquí hay una extraña asociación entre error y culpa. La tercera condición de un estado de aprendizaje es, como diría Erich Fromm, estar en la onda del “ser” y no en la del “tener”. Es decir, que nuestra motivación sea ser mejores personas (darle sentido a vivir), no tener más atributos sociales (individualismo consumista).

Estas tres condiciones que definen un estado de conciencia de aprendizaje: atención, coherencia y motivación de ser mejor, están muy lejos de estar presentes en esta época neoirracional y desestructurada en que vivimos. No las encontramos en los líderes políticos y sociales. Ni en los formadores de opinión ni, en general, en todos aquéllos que se encuentran en una situación de poder cuyas decisiones implican la vida de muchas personas. Es como viajar en un autobús con conductor ebrio.

Estamos diciendo que para no repetir errores hemos de aprender y que esto implica un determinado estado de conciencia que no es preeminente a día de hoy. Eso no significa que no haya cada vez más gente lúcida que avance en ese camino de aprendizaje vital (de búsqueda de sentido) sino que los modelos sociales, los referentes y los que conducen esta nave van en la dirección opuesta arrastrando consigo a una incauta masa, desatenta, incoherente y desmotivada internamente (nihilista).

En su ensayo Epílogo del alma desilusionada, Ortega y Gasset hace una brillante aproximación al estado de conciencia general que nos toca vivir. En otro ensayo, El ocaso de las revoluciones, nos introduce una teoría de la historia muy sugerente en esta línea de aprender del pasado para no repetir los mismos errores. Pasamos a describirla brevemente con nuestras palabras.

La historia, como la vida, tiene un desarrollo cíclico espiralado, con avances y retrocesos determinados por las dos fuerzas que tratan de orientar su dirección. Una intención evolutiva, de crecimiento humano versus una fuerza oscurantista deshumanizadora.Haz click para twittear

Podemos hacer una aproximación a la idea de la historia que nos quiere transmitir Ortega pensando en nuestra propia biografía (historia personal). En ella pasamos por diferentes etapas como la infancia, la adolescencia, la madurez y la vejez, en las cuales cometemos distintos tipos de errores que nos posibilitan el aprendizaje evolutivo. Esta misma perspectiva vital nos permite afirmar que, en la biografía social (la historia de los pueblos), también se suceden una serie de ciclos que determinan el desarrollo histórico: El proceso de formación, consolidación y declinación de las civilizaciones. La historia, como la vida misma, tiene un desarrollo cíclico espiralado, con avances y retrocesos determinados por las dos fuerzas (intenciones humanas) que tratan de orientar su dirección. Una intención evolutiva, de crecimiento humano versus una fuerza oscurantista, generadora de dolor, sufrimiento y deshumanización.

Ortega observa tres momentos o etapas por las que transita el estado espiritual del ser humano en un ciclo histórico completo. La primera de ella es la Tradicionalista. En el tradicionalismo la fe, las creencias, el fundamento de las cosas está puesto en la autoridad. Hay un espíritu de seguridad en la tradición. Pone el ejemplo de la Edad Media europea fundamentada en la creencia en un Dios todopoderoso y en la autoridad de la dupla Iglesia/Imperio con todo un sistema económico, político y social adaptado a ese modelo de servidumbre. Pero la historia es dinámica y los mitos que fundamentan la tradición empiezan a ir desencajando en la medida que los individuos van cobrando protagonismo.

La etapa Racionalista que sucede al Tradicionalismo es esencialmente revolucionaria. El ser humano sumergido en la obediencia servil descubre su potencial subjetivo y se rebela contra la autoridad para construir su propia utopía. El antiguo espíritu de aceptación naturalista de la realidad se convierte en revolucionario idealismo. Aquí observamos el progreso de la Modernidad inaugurada por Descartes, el racionalismo y la Ilustración, el avance de la ciencia y la tecnología, el progreso económico, político y social en un modelo basado en la autonomía de la razón, que comienza en la subjetividad del propio individuo.

Pero la Razón se agota en sus propios límites y sobreviene el alma desilusionada en la que perdemos esa seguridad en sí mismo. Estamos en una etapa Mística o pre-Religiosa donde carecemos de elementos en los que sustentarnos. No podemos apelar a la autoridad de una tradición colectiva ni al poder de la razón subjetiva pero necesitamos llenar un “vacío” existencial. Esta etapa constituirá el germen de un nuevo Mito que permitirá el surgimiento de otra civilización y el comienzo de un nuevo ciclo histórico.

Ortega explica que la tradición, el racionalismo y la mitología operan siempre en la historia humana. Lo que ocurre es que, en cada momento del ciclo predomina una de esas visiones de la realidad.

Estamos sintetizando un desarrollo elaborado de Ortega que no deja de ser una simplificación de la historia. Pero, en el estado de aprendizaje, como vimos, el primer paso es atender desde una perspectiva amplia que nos permita observar procesos, direcciones. Así observamos hacia dónde vamos a grandes rasgos para sacar conclusiones que aplicar a situaciones concretas. Es como analizar la propia vida. Puedo quedarme atrapado en la infinidad de acontecimientos que me han pasado o puedo atender a la dirección de mi vida, hacia dónde voy en general y comprender por qué me pasa lo que me pasa. Por ejemplo, puedo observar mi tendencia a la susceptibilidad y comprender que, mucho de lo que me pasa, tiene que ver una actitud defensiva ante la creencia que los demás quieren aprovecharse de mí. Puedo reconocer, además, la génesis de esa tendencia en determinados hechos acontecidos en mi etapa de educación infantil. Y puedo motivarme a cambiar la actitud.

Según Ortega hemos entrado en la etapa pre-religiosa que da comienzo a un nuevo Mito del que emergerá una civilización nueva. Pero ojo al dato. Estamos en una perspectiva vitalista, no naturalista o determinista. La historia es compleja y depende de las intenciones de los pueblos. Nada está escrito. Hay que tener en cuenta que las primeras civilizaciones estaban relativamente desconectadas (pensemos en Mesopotamia, China, América). Luego se fueron interconectando cada vez más (Egipto, Grecia, Roma) dando una cierta continuidad. En la actualidad hemos llegado a la globalización como fenómeno nuevo en la historia. La próxima civilización será mundial o no será.

Vamos a aventurar una tesis. En los periodos de transición entre las etapas tradicionalista, racionalista y mitológica se produce una situación de crisis acorde con la caída de la anterior visión del mundo y la latencia de la nueva imagen que todavía debe configurarse. En esa situación de deriva, de desorientación general, se intenta conectar con un punto de referencia del pasado donde se produjo una especie de ruptura que sirva de anclaje para proyectarse a futuro.

Esta suerte de “regreso al futuro” propio de la crisis de entre-épocas es realizado tanto por las fuerzas precursoras como por las perseguidoras. Un periodo de transición de este tipo, muy conocido, es el Renacimiento. En los, aproximadamente, tres siglos que duró se produjo la definitiva caída del mundo medieval (visión tradicionalista) y el surgimiento de la Modernidad (etapa racionalista). Fue un tiempo de enormes crisis, guerras, hambrunas… en el que se vislumbra claramente esa lucha de intenciones. Por un lado, los precursores humanistas, en su negación de la tradición escolástica, buscan las raíces de una nueva visión del hombre y del mundo en los clásicos de la antigüedad (Platón, Aristóteles, Cicerón…) así como en los valores del cristianismo primitivo enfocado en la vida de Jesucristo. Por el otro lado, los perseguidores oscurantistas defienden a capa y espada los valores medievales y de la Iglesia tradicional y, cuando no les queda más remedio, se entroncan con la patrística (los padres de la Iglesia) para mostrar aparente reforma (en este caso, Contrarreforma) e incluso arrogarse las virtudes de sus víctimas.

Podemos entender esta idea con un ejemplo, a menor escala, en la historia reciente de España. Durante la llamada Transición española (por analogía, vendría a ser el Renacimiento) se iniciaron dos interpretaciones antagónicas de la historia cuya tensión se acentúa en la actualidad. Por un lado, las fuerzas de izquierda (por analogía, los “humanistas”) consideran el golpe de estado y la dictadura franquista una ruptura de la historia. Es decir, conectan la democracia española con las valores de la República retomando su proyecto en algún sentido. Del otro lado, las fuerzas de derechas (oscurantismo) consideran que la República fue una ruptura respecto al régimen anterior. Es decir, ellos piensan que la República fue un gobierno ilegítimo y se sienten continuadores de la Restauración borbónica. Así pueden justificar la actual monarquía a la vez que minimizan, justifican y hasta defienden los valores y métodos de la Dictadura de Franco (que, en nuestro ejemplo, representaría a la Época tradicionalista medieval). E incluso se atreven a presentase a sí mismos como los verdaderos valedores de la democracia cuando son los que más trabas le han puesto y los que menos la respetan.*

Concluimos enfatizando en la importancia de estos periodos de tránsito. Decimos que se caracterizan por ser recodos de la historia que posibilitan transformaciones y visibilizan las confrontación entre las dos grandes fuerzas que orientan la historia. Hoy estamos inmersos en una de ellos: Un nuevo renacimiento en el que debería florecer otra visión del ser humano en lo que será la primera civilización mundial. Si triunfan las fuerzas que promueva el nuevo humanismo este ser humano constituirá una síntesis de lo mejor de todas las culturas en el marco de una Nación Humana Universal. El oscurantismo no lo va a poner fácil.

Desde el punto de vista de la actitud de aprendizaje que aludíamos al comienzo recomendamos estar atentos a discernir entre las fuerzas que mueven la historia y reconocer cuál de ellas influye más en nuestra vida. Finalmente, invitamos a motivarse por aquéllas actividades vitalmente enriquecedoras que nos ayudan a avanzar hacia la coherencia y la felicidad. Y, sobre todo, buscar nuestro punto de anclaje para proyectarnos a futuro en lo mejor de cada persona, colectivo y cultura.


*Nota: Se da la circunstancia que el fascismo en España nunca fue derrotado porque a USA le convenía más mantenerlo. En el resto de Europa, donde el fascismo sí fue derrotado, hay una mayor conciencia de ruptura antifascista incluso en la derecha que se afana por ocultar cualquier vínculo con el nazismo. Por este motivo, los europeos, incluso dentro del grupo parlamentario en que se integra el PP, no acaban de entender la falta de complejos de los populares para gobernar con Vox. El blanqueo de la extrema derecha en toda Europa y el auge del neofascismo responde a una estrategia de las fuerzas del oscurantismo en su lucha por impedir el progreso humano.

 




La estructura de nuestro mundo

Nos hallamos comprometidos en la difícil faena de descubrir con irrecusable claridad, esto es, con genuina evidencia, qué cosas, hechos, fenómenos entre todos los que hay merecen por su diferencia con todos los demás llamarse «sociales». La cosa nos interesa sobremanera, porque nos es urgente estar bien en claro sobre qué sean sociedad y sus modos. Como todo problema rigorosamente teórico, es éste, a la vez, un problema pavorosamente práctico en el cual estamos hoy sumergidos –¿por qué no decirlo? – náufragos.

 

Para ejecutar con todo rigor nuestro propósito hemos retrocedido al plano de realidad radical –radical porque en él tienen que aparecer, asomar, brotar, surgir, existir todas las demás realidades –que es la vida humana. De ésta dijimos, en resumen:

1. Que vida humana, en sentido propio y originario, es la de cada cual vista desde ella misma; por tanto, que es siempre la mía–que es personal.

2. Que consiste en hallarse el hombre, sin saber cómo ni por qué, teniendo, so pena de sucumbir, que hacer siempre algo en una determinada circunstancia –lo que nombraremos la circunstancialidad de la vida, o que se vive en vista de las circunstancias.

3. Que la circunstancia nos presenta siempre diversas posibilidades de hacer, por tanto, de ser. Esto nos obliga a ejercer, queramos o no, nuestra libertad. Somos a la fuerza libres. Merced a ello es la vida permanente encrucijada y constante perplejidad. Tenemos que elegir en cada instante si en el instante inmediato o en otro futuro vamos a ser el que hace esto o el que hace lo otro. Por tanto, cada cual está eligiendo su hacer, por tanto, su ser –incesantemente.

4. La vida es intransferible. Nadie puede sustituir-me en esta faena de decidir mi propio hacer y ello incluye mi propio padecer, pues el sufrimiento que de fuera me viene tengo que aceptarlo. Mi vida es, pues, constante e ineludible responsabilidad ante mí mismo. Es menester que lo que hago –por tanto, lo que pienso, siento, quiero –tenga sentido y buen sentido para mí.

Si reunimos estos atributos, que son los que más interesan para nuestro tema, tenemos que la vida es siempre personal, circunstancial, intransferible y responsable. Y ahora noten bien esto: si más adelante nos encontramos con vida nuestra o de otros que no posea estos atributos, quiere decirse, sin duda ni atenuación, que no es vida humana en sentido propio y originario, esto es, vida en cuanto realidad radical, sino que será vida, y si se quiere, vida humana en otro sentido, será otra clase de realidad distinta de aquélla y, además, secundaria, derivada, más o menos problemática.

Si vamos a estudiar fenómenos elementales, al comenzar, teníamos que comenzar por lo más elemental de lo elemental. Ahora bien: lo elemental de una realidad es lo que sirve de base a todo el resto de ella, su componente más simple y, a fuer de básico y simple, lo que menos solemos ver, lo más oculto, recóndito, sutil o abstracto. No estamos habituados a contemplarlo y por eso nos es difícil reconocerlo cuando alguien nos lo expone e intenta hacérnoslo ver. Parejamente, de un buen tapiz lo que no vemos son sus hilos, precisamente porque el tapiz está hecho de ellos, porque son sus elementos o componentes. Lo que nos es habitual son las cosas, pero no los ingredientes de que están hechas. Para ver sus ingredientes hay que dejar de ver su combinación, que es la cosa, como para poder ver los poros de las piedras de que está hecha una catedral tenemos que dejar de ver la catedral. En la vida práctica y cotidiana lo que nos importa es manejar las cosas ya enteras y hechas, y por eso es su figura lo que nos es conocido, habitual y fácil de entender. Viceversa, para hacernos cargo de sus elementos o componentes tenemos que ir a redropelo de nuestros hábitos mentales y deshacer imaginariamente, esto es, intelectualmente las cosas, descuartizar el mundo para ver lo que tiene dentro, sus ingredientes.

Al haber vida humana –dije –hay ipso facto dos términos o factores igualmente primarios el uno que el otro y, además, inseparables: el hombre que vive y la circunstancia o mundo en que el hombre vive. Para el idealismo filosófico desde Descartes sólo el hombre es realidad radical o primaria, y aun el Hombre reducido a une chose qui pense –res cogitans, pensamiento –, a ideas. El mundo no tiene de suyo realidad, es sólo un mundo ideado. Para Aristóteles, viceversa, sólo originariamente las cosas y su combinación en el mundo tienen realidad. El hombre no es sino una cosa entre las cosas, un pedazo de mundo. Sólo secundariamente, gracias a que posee razón, tiene un papel especial y preeminente: el de razonar las demás cosas y el mundo, el de pensar lo que son y alumbrar en el mundo qué es la verdad sobre el mundo, merced a la palabra que dice, que declara o revela la verdad de las cosas. Pero Aristóteles no nos descubre por qué el hombre tiene razón y palabra –lógos significa, a la vez, lo uno y lo otro –ni nos dice por qué en el mundo hay, además de las cosas esa otra extraña cosa que es la verdad. La existencia de esta razón es para él un simple hecho del mundo como cualquier otro, como el cuello largo de la jirafa, la erupción del volcán y la bestialidad de la bestia. En este decisivo sentido digo que para Aristóteles el hombre, con su razón y todo, no es ni más ni menos que una cosa y, por tanto, que para Aristóteles no hay más realidad radical que las cosas o ser. Si aquéllos eran idealistas, Aristóteles y sus secuaces son realistas. Pero a nosotros nos parece que el hombre aristotélico, aunque de él se dice que tiene razón, que es un animal racional, como no explica, aun siendo filósofo, por qué la tiene, por qué en el universo hay alguien que tiene razón, resulta que no da razón de ese enorme accidente y entonces resulta que no tiene razón. Es palmario que un ser inteligente que no entiende por qué es inteligente no es inteligente: su inteligencia es sólo presunta. Situarse más allá o, si se quiere el giro inverso, más acá, más adelante de Descartes y Aristóteles no es abandonarlos ni desdeñar su magisterio. Es todo lo contrario: sólo quien dentro de sí ha absorbido y conserva a ambos puede evadirse de ellos. Pero esta evasión no significa superioridad alguna respecto a sus genios personales.

Nosotros, pues, al partir de la vida humana como realidad radical, saltamos más allá de la milenaria disputa entre idealistas y realistas y nos, encontramos con que son en la vida igualmente reales, no menos primariamente el uno, que el otro –Hombre y Mundo. El Mundo es la maraña de asuntos o importancias en que el Hombre está quiera o no, enredado, y el Hombre es el ser que, quiera o no, se halla consignado a nadar en ese mar de asuntos y obligado sin remedio a que todo eso le importe. La razón de ello es que la vida se importa a sí misma, más aún, no consiste últimamente sino en importarse a sí misma, y en este sentido deberíamos decir con toda formalidad terminológica que la vida es lo importante. De aquí que el Mundo en que ella tiene que transcurrir, que ser, consiste en un sistema de importancias, asuntos o prágmatas. El mundo o circunstancia, dijimos, es por ello una inmensa realidad o práctica –no una realidad que se compone de cosas. «Cosas» significa en la lengua actual todo algo que tiene por sí y en sí su ser, por tanto, que es con independencia de nosotros. Mas los componentes del mundo vital son sólo los que son para y en mi vida –no para sí y en sí. Son sólo en cuanto facilidades y dificultades, ventajas y desventajas para que el yo que es cada cual logre ser; son, pues, en efecto, instrumentos, útiles, enseres, medios que me sirven –su ser es un ser para mis finalidades, aspiraciones, necesidades –, o bien son como estorbos, faltas, trabas, limitaciones, privaciones, tropiezos, obstrucciones, escollos, rémoras, obstáculos que todas esas realidades pragmáticas resultan, y, por motivos que veremos, el ser «cosas» sensu stricto es algo que viene después, algo secundario y en todo caso muy cuestionable. Mas no existiendo en nuestra lengua palabra que enuncie adecuadamente eso que las cosas nos son en nuestra vida, seguiré usando el término «cosas» para que con menos innovaciones de léxico podamos entendernos.

Ahora tenemos que investigar la estructura y contenido de ese contorno, circunstancia o mundo donde tenemos que vivir. Hemos dicho que se compone de cosas en cuanto prágmata. Pero este hallarnos con cosas, encontrarlas, requiere ya ciertas averiguaciones, y vamos, paso a paso, a hacer rápidamente su entera anatomía.

1.º Y lo primero que es menester decir paréceme ser esto: si el mundo se compone de cosas, éstas tendrán una a una que serme dadas. Una cosa es, por ejemplo, una manzana. Prefiramos suponer que es la manzana del Paraíso y no la de la discordia. Pero en esa escena del Paraíso descubrimos ya un problema curioso: la manzana que Eva presenta a Adán ¿es la misma que Adán ve, halla y recibe? Porque al ofrecerla Eva es presente, visible, patente sólo media manzana. Lo que se ve, lo que es, rigorosamente hablando, presente, desde el punto de vista de Eva es algo distinto de lo que se ve desde el punto de vista de Adán. En efecto, toda cosa corpórea tiene dos caras y, como de la luna, sólo una de esas caras tenemos presente. Ahora caemos, sorprendidos, en la cuenta de algo que es, una vez advertido, gran perogrullada, a saber: que ver, lo que se dice estrictamente ver, nadie ha visto nunca eso que llama manzana, porque ésta tiene, a lo que se cree, dos caras, pero nunca es presente más que una. Y, además, que si hay dos seres que la ven, ninguno ve de ella la misma cara sino otra más o menos distinta.

Ciertamente yo puedo dar vueltas en torno a la manzana o hacerla girar en mi mano. En este movimiento se me van haciendo presentes aspectos, esto es, caras distintas de la manzana, cada una en continuidad con la precedente. Cuando estoy viendo, lo que se llama ver, la segunda cara me acuerdo de la que vi antes y la sumo a aquélla. Pero, bien entendido, esta suma de lo recordado a lo efectivamente visto no hace que yo pueda ver juntos todos los lados de la manzana. Esta, pues, en cuanto unidad total, por tanto, en lo que entiendo cuando digo «manzana», jamás me es presente; por tanto, no me es con radical evidencia, sino sólo, y a lo sumo, con una evidencia de segundo orden –la que corresponde al mero recuerdo –, donde se conservan nuestras experiencias anteriores acerca de una cosa. De aquí que a la efectiva presencia de lo que sólo es parte de una cosa automáticamente se va agregando el resto de ella, del cual diremos, pues, que no es presentado, pero sí compresentadoo compresente. Ya verán la luz que esta idea de lo com-presente, de la compresencia aneja a toda presencia de algo, idea debida al gran Edmundo Husserl, nos va a proporcionar para aclararnos el modo como aparecen en nuestra vida las cosas y el mundo en que las cosas están.

2.º Lo segundo que conviene hacer notar es esto otro: Nos hallamos ahora en este salón, que es una cosa en cuyo interior estamos. Es un interior por estas dos razones: porque nos rodea o envuelve por todos lados y porque su forma es cerrada, esto es, continúa. Sin interrupción, su superficie se hace presente a nosotros de suerte que no vemos nada más que ella; no tiene agujeros o aberturas, discontinuidades, brechas o rendijas que nos dejen ver otras cosas que no son ella y sus objetos interiores, asientos, paredes, luces, etc. Pero imaginemos que al salir de aquí, cuando la lección concluya, nos encontrásemos con que no había nada más allá, esto es, fuera; que no había el resto del mundo en torno a ella, que sus puertas dieran no a la calle, a la ciudad, al Universo, sino a la Nada. Hallazgo tal nos produciría un choc de sorpresa y de terror. ¿Cómo se explica ese choc si ahora, mientras estamos aquí, sólo teníamos presente este salón y no habíamos pensado, de no haber yo hecho esta observación, en si había o no un mundo fuera de sus puertas –es decir, en si existía, en absoluto, un fuera? La explicación no puede ofrecer duda. También Adán habría sufrido un choc de sorpresa, aunque más leve, si hubiese resultado que lo que Eva le daba era sólo media manzana, la mitad que él podía ver, pero faltando la otra media com-presente. En efecto, mientras este salón nos es sensu stricto presente nos es comprensente el resto del mundo fuera de él y, como en el caso de la manzana, esta compresencia de lo que no es patente pero que una experiencia acumulada nos hace saber que aun no estando a la vista existe, está ahí y se . puede y se tiene que contar con su posible presencia, es un saber que se nos ha convertido en habitual, que llevamos en nosotros habitualizado. Ahora bien, lo que en nosotros actúa por hábito adquirido, a fuer de serlo, no lo advertimos especialmente, no tenemos de ello una conciencia particular, actual. Junto a la pareja de nociones presente y compresentenos conviene también distinguir esta otra: lo que nos es actualmente, en un acto preciso, expreso, y lo que nos es habitualmente, que está constantemente siéndonos, existiendo para nosotros, pero en esa forma velada, inaparente y como dormida de la habitualidad. Apúntese, pues, en la memoria esta otra pareja: actualidad y habitualidad. Lo presente es para nosotros en actualidad; lo compresente, en habitualidad.

Y esto nos hace desembocar en una primera ley sobre la estructura de nuestro contorno, circunstancia o mundo. Esta: que el mundo vital se compone de unas pocas cosas en el momento presentes e innumerables cosas en el momento latentes, ocultas, que no están a la vista pero sabemos o creemos saber –para el caso es igual –que podríamos verlas, que podríamos tenerlas en presencia. Conste, pues, que ahora llamo latente sólo a lo que en cada instante no veo pero sé que o lo he visto antes o lo podría, en principio, ver después. Desde los balcones de Madrid se ve el expresivo, grácil, dentellado perfil de nuestra sierra de Guadarrama, nos es presente –pero sabemos, por haberlo oído o leído en textos que nos ofrecen crédito, que hay también una cordillera del Himalaya, la cual, no más que con un poco de esfuerzo y un buen talonario de cheques en el bolsillo, podríamos un día ver; mientras no hacemos este esfuerzo y nos falta, como es sólito, el susodicho talonaria, el Himalaya está ahí latente para nosotros, pero formando parte efectiva de nuestro mundo en esa peculiar forma de latencia.

A esa primera ley estructural de nuestro mundo que consiste –repito –en hacer notar cómo ese mundo se compone en cada instante de unas pocas cosas presentes y muchísimas latentes, agregamos ahora una segunda ley no menos evidente; ésta: que no nos es presente nunca una cosa sola, sino que, por el contrario, siempre vemos una cosa destacando sobre otras a que no prestamos atención y que forman un fondo sobre el cual lo que vemos se destaca. Aquí se ve bien claro por qué llamo a estas leyes leyes estructurales: porque éstas nos definen, no las cosas que hay en nuestro mundo, sino la estructura de éste; por decirlo así, describen rigorosamente su anatomía. Así, esta segunda ley viene a decirnos: el mundo en que tenemos que vivir posee siempre dos términos y órganos: la cosa o cosas que vemos con atención y un fondo sobre el cual aquéllas se destacan. Y, en efecto, nótese que constantemente el mundo adelanta a nosotros una de sus partes o cosas, como un promontorio de realidad, mientras deja, como forido desatendido de esa cosa o cosas atendidas, un segundo término que actúa con el carácter de ámbito en el cual la cosa nos aparece. Ese fondo, ese segundo término, ese ámbito es lo que llamamos horizonte. Toda cosa advertida, atendida, que miramos y con que nos ocupamos tiene un horizonte desde el cual y dentro del cual nos aparece. Ahora me refiero sólo a lo visible y presente. El horizonte es también algo que vemos, que nos es ahí, patente, pero nos es y lo vemos casi siempre en forma de desatención porque nuestra atención está retenida por tal o cual cosa que representa el papel de protagonista en cada instante de nuestra vida. Más allá del horizonte está lo que del mundo no nos es presente en el ahora, lo que de él nos es latente.

Con lo cual se nos ha complicado un poco más la estructura del mundo, pues ahora tenemos tres planos o términos en él: en primer término la cosa que nos ocupa, en segundo el horizonte a la vista, dentro del cual aparece, y en tercer término el más allá latente «ahora».

Precisemos el esquema de esta más elemental estructura anatómica del mundo. Como se advierte, empieza a mostrársenos una diferencia en la significación de con-torno y mundo que hasta ahora habíamos usado como sinónimos. Contorno es la porción del mundo que abarca en cada momento mi horizonte a la vista y que, por tanto, me es presente. Bien entendido que, como sabemos por nuestra primera observación, las cosas presentes presentan sólo su faz, pero no su espalda, que queda sólo compresentada; vemos sólo su anverso y no su reverso; contorno es, pues, el mundo patente o semipatente en torno. Pero nuestro mundo contiene sobre éste, más allá del horizonte y del contorno, una inmensidad latente en cada instante determinado, hecha de puras compresencias; inmensidad, en cada situación nuestra, recóndita, oculta, tapada por nuestro contorno y que envuelve a éste. Pero, repito una vez más, ese mundo latente per accidens, como dicen en los seminarios, no es misterioso ni arcano ni privado de posible presencia, sino que se compone de cosas que hemos visto o podemos ver, pero que en cada instante actual están ocultadas, cubiertas para nosotros por nuestro contorno; mas en ese estado de latencia y veladura, actúan en nuestra vida como habitualidad, lo mismo que ahora actúa en nosotros sin que lo advirtamos el fuera de este salón. El horizonte es la línea fronteriza entre la porción patente del mundo y su porción latente.

En toda esta explicación, para hacer el asunto más fácil y pronto, me he referido sólo a la presencia visible de las cosas, porque la visión y lo visible es la forma de presencia más clara. Por eso casi todos los términos que hablan del conocimiento y sus factores y objetos son, desde los griegos, tomados de vocablos vulgares que en la lengua se refieren al ver y al mirar. Idea en griego es la vista que ofrece una cosa, su aspecto–que en latín viene, a su vez, de spec, ver, mirar. De aquí espectador, el que contempla, inspector; de aquí respecto, es decir, el lado de una cosa que se mira y considera; circunspecto, el cauteloso que mira en derredor, no fiándose ni de su sombra, etc.

Pero el haber yo preferido referirme sólo a la presencia visible no quiere decir que sea la única –no menos presentes nos son, con mucho, otros caracteres. Una vez más reitero que al decir que las cosas nos son presentes, digo algo científicamente incorrecto, poco rigoroso. Es un pecado filosófico que con mucho gusto cometo para facilitar el ingreso en esta manera radical de pensar la realidad básica y primigenia que es nuestra vida. Mas conste que esa expresión es inexacta. Lo que propia-mente nos es presente no son las cosas sino colores y las figuras que los colores forman; resistencias a nuestras manos y miembros, mayores o menores, de uno u otro cariz: esto es, durezas y blanduras, la dureza del sólido, la resistencia deslizante del líquido o del fluido, del agua, del aire; olores buenos y malos, etéreos, aromáticos, especiosos, hedores, balsámicos, almizclados, punzantes, cabríos, repugnantes; rumores que son murmullos, ruidos, runrún, chirridos, estridores, zumbidos, estrépitos, estampidos, estruendos, y así hasta once clases de presencias que llamamos «objetos de los sentidos», pues es de advertir que el hombre no posee sólo cinco sentidos, como reza la tradición, sino, por lo menos, once, que los psicólogos nos han enseñado a diferenciar muy bien.

Pero llamándolos «objetos delos sentidos» sustituimos los nombres directos de las cosas patentes, que integran prima facie nuestro contorno, con otros nombres que no los designan directamente, sino que pretenden indicar el mecanismo por el cual los advertimos o percibimos. En vez de decir cosas que son colores y figuras, ruidos, olores, etc., decimos «objetos de los sentidos», cosas sensibles que son visibles, tangibles, audibles, etc. Ahora bien -y téngase esto muy en cuenta –, que existen para nosotros colores y figuras, sonidos, etc., gracias a que tenemos órganos corporales que cumplen la función psico-fisiológica de hacérnoslos sentir, de producir en nosotros las sensaciones de ellos, será todo lo verosímil, todo lo probable que ustedes quieran, pero es sólo una hipótesis, un intento nuestro de explicar esta maravillosa presencia ante nosotros de nuestro contorno. Lo incuestionable es que esas cosas están ahí, nos rodean, nos envuelven y que tenemos que existir entre ellas, con ellas, a pesar de ellas. Se trata, pues, de dos verdades, muy elementales y básicas, pero de calidad u orden muy diferente: que las cosas cromáticas y sus formas, que los ruidos, las resistencias, lo duro y lo blando, lo áspero y lo pulimentado está ahí, es una verdad firme. Que todo eso está ahí porque tenemos órganos de los sentidos y éstos son lo que se llama en la fisiología –con un término digno del médico de Moliere –«energías específicas», es una verdad probable, sólo probable, es decir, hipotética.

Pero no es esto lo que nos interesa ahora sino, más bien, hacer notar que la existencia de esas cosas llamadas sensibles no es la verdad primaria e incuestionable que sobre nuestro contorno hay que decir, no enuncia el carácter primario que todas esas cosas nos presentan, o dicho de otro modo, que esas cosas nos son. Pues al llamarlas «cosas» y decir que están ahí en nuestro derredor subentendemos que no tienen que ver con nosotros, que por sí y primariamente son con independencia de nosotros y que si nosotros no existiésemos ellas seguirían lo mismo. Ahora bien, esto es ya más o menos suposición. La verdad primera y firme es ésta: todas esas figuras de color, de claro-oscuro, de ruido, son y rumor, de dureza y blandura, son todo eso refiriéndose a nosotros y para nosotros, en forma activa. ¿Qué quiero decir con esto? ¿Cuál es esa actividad sobre nosotros en que primariamente consisten? Muy sencillo: en sernos señales para la conducta de nuestra vida, avisarnos de que algo con ciertas calidades favorables o adversas que nos importa tener en cuenta, está ahí, o viceversa, que no está, que falta.

El cielo azul no empieza por estar allá en lo alto tan quieto, y tan azul, tan impasible e indiferente hacia nosotros, sino que empieza originariamente por actuar sobre nosotros como un riquísimo repertorio de señales útiles para nuestra vida; es su función, su actividad, lo que nos hace atenderlo y, gracias a ello, verlo, en su papel activo de semáforo. Nos hace señales. Por lo pronto el cielo azul nos señala buen tiempo, y nos es el primer reloj diurno con el sol andariego que, como un laborioso y fiel empleado de la ciudad, como un servicio municipal, si bien, por caso raro, gratuito, hace cotidianamente su recorrido del Oriente al Ocaso; y nocturnamente las constelaciones que nos señalan las estaciones del año y los milenios –el calendario de Egipto se basa en los cambios milenarios de Sirio –, y, en fin, nos señalan las horas. Mas no para aquí su actividad señaladora, advertidora, sugeridora. No un supersticioso hombre primitivo, sino Kant, nada menos –y hace, para estos efectos, bien poco tiempo, en 1788 –, resume todo su glorioso saber diciéndonos: «Dos cosas hay que inundan el ánimo con asombro y veneración siempre nuevos y que se hacen mayores cuanto más frecuentes y detenidamente se ocupa de ellas nuestra meditación: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.» Por tanto, los deberes y las estrellas.

Es decir, que aparte de señalarnos el cielo todos esos cambios útiles –climas, horas, días, años, milenios –, útiles pero triviales, nos señala, por lo visto, con su nocturna presencia patética, donde tiemblan las estrellas, no se sabe por qué estremecidas, la existencia gigante del Universo, de sus leyes, de sus profundidades y la ausente presencia de alguien, de algún Ser prepotente que lo ha calculado, creado, ordenado, aderezado. Es incuestionable que la frase de Kant no es sólo una frase, sino que describe con pulcritud un fenómeno constitutivo de la vida humana: en la bruna nocturnidad de un cielo limpio, el cielo lleno de estrellas nos hace guiños innumerables, parece querernos decir algo. Comprendemos muy bien a Heine cuando nos insinúa que las estrellas son pensamientos de oro que tiene la noche. Su parpadeo, a la vez, minúsculo en cada una e inmenso en la bóveda entera, nos es una permanente incitación a trascender desde el mundo que es nuestro contorno al radical Universo.

Ortega y Gasset. Extracto del libro El hombre y la gente

 

El hombre y la gente

Desde 1935 Ortega anunció la publicación de un libro con el título de El hombre y la gente contendría su doctrina sociológica, pero sólo se publicó en 1957 y como la primera de sus obras póstumas.

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El factor más importante de la condición humana es su proyecto de vida

El hombre no tiene otra realidad que su vida. Consiste en ella. Ahora bien: no nos hemos dado nosotros la vida, sino que ésta nos es dada. Nos encontramos de pronto en ella sin saber cómo ni por qué. Pero esa vida que nos ha sido dada, no nos fue dada hecha, sino que tenemos que hacérnosla nosotros, cada cual la suya. Se trata de una elemental e inexplicable perogrullada.

 

Para vivir tenemos que estar siempre haciendo algo, so pena de sucumbir. La vida es quehacer; si, la vida da mucho quehacer, y el mayor de todos averiguar qué hay que hacer. Porque en todo instante cada uno de nosotros se encuentra ante muchas cosas que podría hacer, y no tiene más remedio que resolverse por una de ellas. Mas, para resolverse por hacer esto y no aquello tiene, quiera o no, que justificar ante sus propios ojos la elección, es decir, tiene que descubrir cuál de sus acciones posibles en aquel instante es la que da mayor realidad a su vida, la que posee más sentido, la más suya. Si no elige, sabe que se ha engañado a sí mismo, que ha falsificado su propia realidad, que ha aniquilado un instante de su tiempo vital, por cuanto, como antes dije, tiene contados sus instantes. No hay caso de misticismo alguno; es evidente que el hombre no puede dar un solo paso sin justificarlo ante su propio íntimo tribunal.

Cuando dentro de unos minutos dejéis de escucharme, tendréis que decidir en qué nueva cosa vais a ocuparos; y para decidirlo, veréis surgir ante vosotros la imagen de lo que tenéis que hacer esta tarde, que a su vez depende de lo que tenéis que hacer mañana, y todo ello, en definitiva, da la figura general de vida que os parece que es la más vuestra, la que tenéis que vivir para ser lo que más auténticamente sois, de suerte, que cada acción nuestra nos exige que la hagamos brotar de la anticipación total de nuestro destino y derivarla de un programa general trazado en nuestras existencias, como el matemático deriva sus teoremas del cuerpo de sus axiomas. Y esto vale lo mismo para el hombre honrado y heroico, que para el perverso y el ruin. También el perverso se ve obligado a justificar ante sí mismo sus actos, buscándoles el sentido dentro de su programa de vida. De otro modo quedaría inmóvil, paralítico como el asno de Buridán.

Según esto, el factor más importante de la condición humana es el proyecto de vida que inspira y dirige todos nuestros actos. Cuando las circunstancias nos estorban o impiden ser el personaje anticipado que constituye nuestra más auténtica realidad, nos sentimos profundamente inhibidos. Esto mismo manifiesta que no cabe hablar de dificultades y facilidades, de cosas más o menos graves, así en absoluto. Una circunstancia determinada sólo es difícil o grave en realidad frente a un programa vital determinado, como, por ejemplo, para el corredor de los juegos olímpicos una cojera es una cosa extraordinaria; en cambio para un poeta romántico como Byron u otros contemporáneos, puede no resultar agobiante el que sus gallardas figuras se menoscaben porque al tropezar con una piedra se han quebrado el tobillo.

Es sin duda doloroso el caso de un hombre que por circunstancias del destino no pueda hacer lo que tiene que hacer, lo que tiene que ser, que no lleva dentro de sí ningún proyecto de vida sinceramente suyo que se le imponga con plenitud y sin reservas. Como ese programa, como ese perfil ideal de existencias es la base misma de la vida, aquello de que todo lo demás depende, es evidente que su situación resulta mucho más desazonadora que cualquiera otra. De nada sirve a un hombre tal el que se acumulen en su derredor los medios más abundantes y poderosos. No sabrá qué hacer con ellos porque no conoce su objetivo; no le fallan las cosas en torno a él, sino que se falla a sí mismo. Se es a si mismo estorbo y radical dificultad.

Pues bien: yo creo que esto es lo que hoy acontece a los hombres de Occidente: no saben de verdad qué hacer, qué ser, ni individual ni colectivamente. Esto si que representa una situación muy poco frecuente en la historia. Lo normal en ésta ha sido que los hombres tropezasen con dificultades para vencer la resistencia de lo que ambicionaban.

Planteada así la cuestión, yo pregunto a quemarropa qué es lo que hay que hacer en un momento que se caracteriza precisamente porque no se sabe lo que en última instancia hay que hacer. La respuesta certera surgirá ante nosotros con toda evidencia si reparamos antes en lo que se está haciendo. En la mayor parte de las gentes y de los pueblos la situación de no saber en verdad qué hacer, de no tener un proyecto de vida claro, sincero, auténtico, dispara incesantemente un afán de actividad superlativa, precisamente porque ante el vacío de un auténtico quehacer pierden la serenidad y, atropelladamente, procuran llenarlo con un furor de actuación y un entusiasmo frenético que sean capaces de compensar su insinceridad con un aspecto de empresa tremebunda y definitiva. Todos conocemos esta reacción, sufrida ante el desesperado intento de aplacar la desesperación.

En suma, que individual y colectivamente se adopta ese carácter de íntimo engaño, de secreta falsificación propia de alcoholismo agudo. En todas partes se advierte una protesta, una urgencia por reformar todo y por reformarlo hasta la raíz, que contrasta ostensiblemente con la falta de ideas claras sobre la sociedad, sobre el individuo, sobre el Estado. Frente a conducta semejante, recuerdo la pregunta hecha a un gran pintor en el sentido de qué había que hacer para ver bien un cuadro. Y el gran pintor respondió: «Pues tomar una silla y sentarse delante» La excelencia de esta respuesta consiste justamente en que se rehúsa la brillantez para atenerse a la verdad de la situación. Pues algo parecido hallaremos al contestarnos la pregunta: ¿Qué es lo que hay que hacer cuando no se sabe lo que hay que hacer?

Ortega – Meditación del pueblo joven




«El hombre necesita una nueva revelación»

Y hay revelación siempre que el hombre se siente en contacto con una realidad distinta de él. No importa cuál sea ésta, con tal de que nos parezca absoluta realidad y no mera idea nuestra, presunción o imaginación de ella. Necesita una nueva revelación, porque se pierde dentro de su arbitraria e ilimitada cabalística interior cuando no puede contrastar ésta con algo que sepa a auténtica e ineludible realidad. Ésta es el único pedagogo y gobernante del hombre. Sin su presencia inexorable y patética, ni hay en serio cultura, ni hay Estado, ni hay siquiera –y esto es lo más terrible- realidad en la propia vida personal.

 

Cuando esa realidad, única cosa que disciplina y limita a los hombres de manera automática y desde dentro de ellos mismos, se desvanece por volatilización de la creencia, quedan sólo pasiones en el ámbito social. El hueco de la fe tiene que ser llenado con el gas del apasionamiento, que proporciona a las almas una ilusión aerostática. Cada cual proclama lo que le dicta su interés o su capricho o su manía intelectual: para huir del vacío íntimo y para sentirse apoyado, corre a alistarse bajo cualquier bandera que pasa por la calle. Con frecuencia es el más frívolo y superficial amor propio quien decide el partido que se toma. Porque, partida la sociedad, no quedan en ella más que partidos. En estas épocas se pregunta a todo el mundo si «es de los unos o de los otros», lo contrario de lo que pasa en las épocas creyentes.

Cicerón sabía muy bien que las clases políticamente disponibles de Roma no creían ya ni en las instituciones ni en los dioses. No necesitaba preguntar esto último a nadie. Porque él, que era pontífice, no creía tampoco. Su libro “Sobre la naturaleza de los dioses” es el más estupefaciente que ha escrito nunca un pontífice: en él se dedica a buscar por todo el Universo los dioses que se le han escapado del alma, tan sencillamente como el pájaro se escapa de la jaula.

Cuando el hombre cree en algo, cuando algo le es incuestionable realidad, se hace religioso de ello. “Religio” no viene, como suele decirse, de “religare”, de estar atado el hombre a Dios. Como tantas veces, es el adjetivo quien nos conserva la significación original del sustantivo, y “religiosus” quería decir «escrupuloso»; por tanto, el que no se comporta a la ligera, sino cuidadosamente. Lo contrario de religión es negligencia, descuido, desatenderse, abandonarse. Frente a “relego” está “nec-lego”; religente se opone a negligente.

Los auspicios representan para Cicerón la creencia firme y común sobre el Universo que hizo posibles las centurias de gran concordia romana. Por eso eran el fundamento primero de aquel estado. Existía tanta trabazón entre éste y aquellos, que auspicio vino a significar «mando», “imperieum”. Estar bajo el auspicio de alguien equivalía a estar a sus órdenes. Y, viceversa, la palabra «augurio» (de que viene nuestro agüero, «Bon-heur», «mal-heur») había significado solo aumento, crecimiento, empresa. De ella proceden “auctóritas” y “augustus”. Pues bien, augurio llegó a confundirse con auspicio y a significar presagio. Los conceptos de creencia y de Estado se compenetran. En la política hay épocas de religión y épocas de negligencia, de cuidado y descuido, de escrupulosidad y frivolidad.

Mas ¿Qué podía acontecer en Roma cuando faltó una creencia firme y común sobre quien debe mandar? La sociedad reclama mecánicamente la función imperativa, y si no se sabe quien debe mandar, se renuncia a una auténtica institución y se recurre a un expediente.

Cicerón tiene un proyecto tenue, en el que él mismo no confía mucho: lo expone en su libro. Y ese proyecto de Cicerón es lo que, pocos años después, sin darle, claro está, la razón a Cicerón, Augusto, que mató a Cicerón, va a realizar. Ese proyecto era… el Imperio romano –un expediente, el más ilustre expediente.

Extracto del libro:

Del imperio romano

En 1941, estando en el exilio publicó un pequeño ensayo, titulado Del Imperio Romano. En esta breve obra utiliza la excusa de la Historia de Roma para exponer algunas ideas políticas.

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Ortega: “construir la historia es esclarecer la vida desde su subsuelo.”

Me parece de excepcional importancia para inyectar, por fin, claridad en la estructura de la vida humana esta contraposición entre pensar en una cosa y contar con ella. El intelectualismo que ha tiranizado, casi sin interrupción, el pasado entero de la filosofía. Ha impedido que se nos haga patente y hasta ha invertido el valor respectivo de ambos términos. Me explicaré.

 

Analice el lector cualquier comportamiento suyo, aun el más sencillo en apariencia. El lector está en su casa y, por unos u otros motivos, resuelve salir a la calle. ¿Qué es en todo este su comportamiento lo que propiamente tiene el carácter de pensado, aun entendiendo esta palabra en su más amplio sentido, es decir, como conciencia clara y actual de algo? El lector se ha dado cuenta de sus motivos, de la resolución adoptada, de la ejecución de los movimientos con que ha caminado, abierto la puerta, bajado la escalera. Todo esto en el caso más favorable. Pues bien, aun en ese caso y por mucho que busque en su conciencia no encontrará en ella ningún pensamiento en que se haga constar que hay calle. El lector no se ha hecho cuestión ni por un momento de si la hay o no la hay ¿Por qué? No se negará que para resolverse a salir a la calle es de cierta importancia que la calle exista. En rigor, es lo más importante de todo, el supuesto de todo lo demás. Sin embargo, precisamente de ese tema tan importante no se ha hecho cuestión el lector, no ha pensado en ello ni para negarlo ni para afirmarlo ni para ponerlo en duda. ¿Quiere esto decir que la existencia o no existencia de la calle no ha intervenido en su comportamiento? Evidentemente, no. La prueba se tendría si al llegar a la puerta de su casa descubriese que la calle habla desaparecido, que la tierra concluía en el umbral de su domicilio o que ante él se habla abierto una sima. Entonces se produciría en la conciencia del lector una clarísima y violenta sorpresa. ¿De qué? De que no había aquélla. Pero ¿no habíamos quedado en que antes no había pensado que la hubiese, no se había hecho cuestión de ello? Esta sorpresa pone de manifiesto hasta qué punto la existencia de la calle actuaba en su estado anterior, es decir, hasta qué punto el lector contaba con la calle aunque no pensaba en ella y precisamente porque no pensaba en ella.

El psicólogo nos dirá que se trata de un pensamiento habitual, y que por eso no nos damos cuenta de él, o usará la hipótesis de lo subconsciente, etc. Todo ello, que es muy cuestionable, resulta para nuestro asunto por completo indiferente. Siempre quedará que lo que decisivamente actuaba en nuestro comportamiento, como que era su básico supuesto, no era pensado por nosotros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero no en forma consciente, sino como implicación latente de nuestra conciencia o pensamiento. Pues bien, a este modo de intervenir algo en nuestra vida sin que lo pensemos llamo “contar con ello”. Y ese modo es el propio de nuestras efectivas creencias.

El intelectualismo, he dicho, invierte el valor de los términos. Ahora resulta claro el sentido de esta acusación. En efecto, el intelectualismo tendía a considerar como lo más eficiente en nuestra vida lo más consciente. Ahora vemos que la verdad es lo contrario. La máxima eficacia sobre nuestro comportamiento reside en las implicaciones latentes de nuestra actividad intelectual, en todo aquello con que contamos y en que, de puro contar con ello, no pensamos. ¿Se entrevé ya el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o una época por su ideario; esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo.

Extracto de Ideas y Creencias, José Ortega y Gasset

 

Ideas y creencias

Las ideas se tienen; en las creencias se está. Publicado en 1940.

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El tema de nuestro tiempo: rastreando una nueva sensibilidad vital

Hay dos formas de leer un libro. Podemos imbuirnos en la lectura, identificándonos con la historia, hasta alcanzar un dulce olvido de sí mismo. Opuestamente, el texto nos puede invitar a entablar un diálogo con el autor que nos obligue a reflexionar, a detener su lectura para introducirnos en nosotros mismos, para meditar, cotejar ideas, comprender lo que nos quiere decir…. Este tipo de escritos que requieren un esfuerzo al lector, que no puede olvidarse de sí, desatenderse, es propio de la filosofía.

 

Esto no significa que el texto filosófico deba ser difícil, farragoso. Ortega decía que la claridad es la cortesía del filósofo. El autor debe, a su vez, hacer el esfuerzo por hacerse entender. Pero, en verdad, nunca se puede comprender completamente un pensamiento ajeno porque, al final, hay una distancia infranqueable impuesta por el lenguaje que no puede decirlo todo.

A pesar de todo sucede que, con el paso del tiempo, las ideas de una época se ven desde una distancia, desde la perspectiva propia de una etapa superada. Acontece que, a posteriori, podemos comprender al autor mejor que él mismo porque podemos situar el contexto de su pensamiento. Podemos compararlo con sus adversarios y comprobar cómo ha evolucionado en sus continuadores.

Decir una “etapa superada” es mucho suponer, pues algunas páginas de este libro describen una rabiosa actualidad muy recomendable para entender el mundo en que vivimos. Pero sí podemos afirmar que, escrito en 1923, “El tema de nuestro tiempo” es un libro fundamental para comprender la gran preocupación de nuestro pensador. Su implacable lucha contra el Racionalismo, esa fe ciega en la razón, con todo lo “irracional” que conlleva, que hipostasiada en la ciencia, la tecnología, la política, etc. ha dado lugar a un mundo absolutista, violento e inhumano.

El mundo es un traje que le ha quedado chico al ser humano.Haz click para twittear

Ortega denuncia la carencia de “espontaneidad vital”, eso que Nietszche ya había anunciado como “pleamar del nihilismo” o falta de sentido en la vida. Y nos anticipa la “crisis”, como la no correspondencia entre el “estado de espíritu” del ser humano y el mundo en que vive. Silo desarrolla esta idea como la “paradoja del sistema” en la que, la aceleración de acontecimientos se corresponde con un aumento del desfasaje entre el estado de la gente y el estado del mundo. De una manera muy llana dirá que el mundo es un traje que le ha quedado chico al ser humano.

Así continuará el siglo XX con una Segunda Guerra Mundial, genocidios, dictaduras, hambrunas, guerras y conflictos de todo tipo aún en los países del llamado “primer mundo”. El auge del neoliberalismo en sus últimas décadas y la imposición del “pensamiento único” que barre con la diversidad cultural implantando un modelo de vida alimentado por la “revolución digital” nos dejan en el siglo XXI con perspectivas poco halagüeñas.

Pero Ortega no está en contra de la razón y se defiende del puro vitalismo. El tema de nuestro tiempo requiere ubicar a la razón en el lugar que le corresponde. Todavía en nuestros días se piensa al ser humano en términos biológicos como si el cerebro, por ejemplo, fuese una compleja computadora. Se pretende reducir el comportamiento a un sistema de información que puede ser reproducido en un modelo de Inteligencia Artificial.

La razón es una herramienta que sirve a la vida. Nos permite manejarnos en el mundo. Sin razón no hay coherencia. Esto es el raciovitalismo que propone Ortega. Atribuir demasiada importancia a la razón, desatendiendo el afecto, la empatía, es irracional. Conduce a la lógica de la cosificación mercantilista. Conduce a la reducción del ser humano a mera estadística matemática. Un número sin identidad, sin dignidad, prescindible o no, en función de intereses “racionales” (económicos, demográficos, demoscópicos, etc.

El tema de nuestro tiempo tiene que ver con el rastreo de esa peculiar “sensibilidad” que define cada generación humana. Ortega afirma que cada generación tiene su “misión” (su tema correspondiente): ser coherente con su propia sensibilidad. Esto, lamentablemente, no siempre ocurre. Y añade que nuestra época (¡1923!) está teñida por lo que llama “el alma desilusionada” propia de la etapa pre-religiosa o mística que sucede al fracaso del Racionalismo.

No es el caso describir el estado mental que corresponde al alma desilusionada, ni el desarrollo de una teoría espiral de la historia que responde a las diferentes etapas (modos de ser, estructuras mentales) por las que pasan los ciclos históricos completos, que, en nuestra opinión, son páginas de una lucidez inigualable.

Destacar, finalmente, que, en esta etapa pre-religiosa (ya acontecida en otros ciclos históricos) en la que cunde la superchería y de la que pocos cambios profundos se puede esperar, anida una nueva sensibilidad que se corresponde con el nuevo mundo que se avecina. Silo, en 1991, la define como una sensibilidad que capta el mundo como una globalidad y que advierte que las dificultades de las personas en cualquier lugar terminan implicando a otras aunque se encuentren a mucha distancia.

La nueva sensibilidad exhorta a “pensar globalmente actuando en el medio local”. Tiende a llevar una vida ordenada motivada por el progreso común y la oportunidad en las acciones y, además, aspira a tratar a los demás del modo en que se quisiera ser tratado ensalzando la dignidad inherente a todo ser humano por el simple hecho de estar vivo.

Aún tiene que seguir evolucionando el pensamiento de Ortega que, todavía en este libro, trata al racionalismo y su fruto, la cultura, desde un punto de vista un tanto objetivado así como profundizar en la relación del concepto de vida psíquica que se da en la vida biológica. Esto nos dará una mejor respuesta a la pregunta por aquello que define al ser humano y que debe ser desplegado para estar a la altura del tema de nuestro tiempo.

 

El tema de nuestro tiempo

En el Tema de nuestro Tiempo (1923)  se ahonda y se aclara la metafísica de la “razón vital”.

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La vida es lo que hacemos y lo que nos pasa

Y así, lo primero que hallamos es esto: vivir es lo que hacemos y nos pasa, desde pensar o soñar o conmovernos hasta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero yo necesito que se hagan ustedes cargo de que esto no es una broma sino una verdad tan perogrullesca como incuestionable y radical. Yo intento hablarles no de cosas abstrusas y distantes, sino de su vida misma, y comienzo diciendo que la vida de ustedes consiste en estarme escuchando.

Ortega y Gasset. Extracto de Unas lecciones de metafísica

 

Comprendo muy bien que ustedes se resistan a esta verdad, pero ello no tiene remedio. Porque eso, escucharme, es lo que están haciendo ahora y es lo que ahora constituye su vida. Pero la vida es siempre un «ahora» y consiste en lo que ahora se es. El pasado de su vida y el futuro de la misma sólo tiene realidad en el ahora, merced a que ustedes recuerden ahora su pasado o anticipen ahora su porvenir. En este sentido la vida es pura actualidad, es puntual, es un punto – el presente –, que contiene todo nuestro pasado y todo nuestro porvenir.

Por eso he podido afirmar que nuestra vida es lo que estamos haciendo ahora. No me inculpen, pues, ustedes. ¿Qué culpa tengo yo de que hayan resuelto venir aquí esta tarde y por tanto, hacer consistir su vida ahora en escucharme? ¿Por qué han venido? No vamos a responder inmediatamente a esta pregunta, pero luego u otro día sí quisiera contestarla, aunque sea muy sobriamente, porque si la vida es siempre lo que estamos haciendo, es muy, importante analizar por qué estamos haciendo precisamente una cosa y no otra. Es lo característico del hacer – que todo lo que se hace se hace por algo, que la vida, en consecuencia, vive siempre de un porqué, y, fiel a mi promesa de hablarles de su vida, yo estoy obligado no sólo a hacerles notar la perogrullada de que ésta consiste en estarme escuchando, sino en intentar averiguar por qué me están escuchando.

Tal vez ello haga que a algunos les salgan los colores a la cara porque yo sé que no todos, han venido por buenos motivos. Mejor, así tendrán ustedes otra vez más cuidado con lo que hacen; es decir, con lo que viven. El propósito de estas lecciones no es otro que incitarles a tener cuidado de su vida, porque no tienen más que una y esa una se compone de un número dado, muy limitado de instantes, de ahoras, y emplearlo mal es como destruirlo, como matar un poco de su vida. Pero ya hablaremos de esto.

Nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es esa realidad extraña, única que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo; donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta, el dolor de muelas no nos dolería.

La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí, vivir es, por lo pronto, una revelación, un no contentarse con ser sino comprender o ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros mismos y del mundo en derredor.

Nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es esa realidad extraña, única que tiene el privilegio de existir para sí misma.Haz click para twittear

Ahora vamos con la explicación y el título jurídico de ese extraño posesivo que usamos al decir «nuestra vida»: es «nuestra» porque además de ser ella nos damos cuenta de que es, y de que es tal y como es. Al percibirnos y sentirnos, tomamos posesión de nosotros y este hallarse siempre en posesión de sí mismo, este asistir perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos, diferencia el vivir de todo lo demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen más que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación primigenia en que la vida consiste.

Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me da posesión de ella, que la hace «mía» es la que falta al demente. La vida del loco no es suya, en rigor no es ya vida. De aquí que ver a un loco sea el hecho más desazonador que existe. Porque en él aparece perfecta la fisonomía de una vida, pero sólo como una máscara tras la cual falta una auténtica vida. Ante el demente, en efecto, nos sentimos como ante una máscara; es la máscara esencial definitiva. El loco al no saberse a sí mismo no se pertenece, se ha expropiado; y expropiación, pasar a posesión ajena es lo que significan los viejos nombres de la locura: enajenación, alienado; decimos, «está fuera de sí», está «ido», se entiende, de si mismo; es un poseído, se entiende, poseído por otro. (La vida es saberse, es evidencial)

El vivir, en su raíz y entraña misma, consiste en un saberse y comprender, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo. Por eso, cuando iniciamos la pregunta ¿Qué es nuestra vida? pudimos sin esfuerzo, galanamente, responder: vida es lo que hacemos; claro, porque vivir es saber que lo hacemos, es, en suma, encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado en las cosas y seres del mundo.

No se trata principalmente de que encontremos nuestro cuerpo entre otras cosas corporales y todo ello dentro de un gran cuerpo o espacio que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no existiría el vivir; los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre fuera los unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin que se sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir nos encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces y benévolas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas sean o no cuerpos sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician, nos amenazan o nos atormentan.

Originariamente eso que llamamos cuerpo no es sino algo que nos resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva; por tanto, no es sino algo adverso o favorable. Mundo es sensu stricto lo que nos afecta. Y vivir es hallarse cada cual a sí mismo en un ámbito de temas, de asuntos que le afectan. Así, sin saber cómo, la vida se encuentra a sí misma a la vez que descubre el mundo. No hay vivir si no es en un orbe lleno de otras cosas, sean objetos o criaturas; es ver cosas y escenas, amarlas u odiarlas, desearlas o temerlas. Todo vivir es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir, hallarse en medio de una circunstancia.

Unas lecciones de metafísica

En este libro, se transcriben los manuscritos preparatorios de un curso de metafísica dictado en Madrid en 1932/33

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Creencias y cambio social

Desde el punto de vista existencial -que, en definitiva, es el único importante-, una crisis social acaece cuando comienzan a ponerse en duda todas aquellas certezas que sostenían una determinada forma de convivencia y el orden social derivado de ellas. En otras palabras, esa crisis es el indicador de un cambio más o menos profundo en el sistema de creencias de la población. Aquello que se cree conforma una suerte de sustrato mental colectivo de supuestos pre-racionales, que jamás se discute y con el cual se cuenta al elaborar las argumentaciones racionales, una perspectiva desde la cual se mira todo lo demás. En suma, un suelo aparentemente sólido e indubitable sobre el cual se van edificando las conquistas que caracterizan a una sociedad… hasta que algún movimiento telúrico viene a resquebrajar esa solidez y nos arroja en un instante a la inestabilidad.

Por Francisco Javier Ruiz-Tagle

 

Pongamos un ejemplo: a pesar de los desastres ambientales que provoca, de la endémica desigualdad que arrastra. A pesar de los mercados amañados por la colusión y del consumismo desatado que inducen a través de la obsolescencia programada de sus productos. Aún a pesar de la absurda lógica del “consumir para trabajar-trabajar para consumir” en la que nos mantiene atrapados, cuando las máquinas ya son capaces de realizar la mayoría de aquellas tareas mecánicas indignas por las cuales nos desangramos a diario. A pesar de sus estúpidos dogmas sobre la competencia, el egoísmo racional, la propiedad privada de los medios de producción, la meritocracia, el estatus y otros similares, seguimos creyendo en el capitalismo cual si fuese el único sistema capaz de asegurar los recursos necesarios para la supervivencia de la especie.

Por cierto, el discurso oficial se encarga de machacar esta “convicción” en nuestras cabezas día tras día, como si se tratase de una verdad absoluta e irrefutable. Hace algunos años atrás (no demasiados) un connotado economista y especulador chileno concedió una entrevista a un importante medio nacional en la cual se despachó sin censura sobre estos temas. Resumiendo, dijo que era absurdo estigmatizar a la codicia ya que constituía un importante motor humano para crear riqueza. De ahí pasó a referirse a los dos estímulos principales que movilizan a nuestra especie, el temor y la codicia (fear and greed, lo dijo en inglés apelando al prestigio que tienen los países de dicha lengua en estas latitudes) para luego asimilarnos íntegramente con los animales, puesto que también actúan empujados por los mismos impulsos básicos. Incluso terminó de explicar su particular filosofía con el ejemplo de unas vacas en un potrero.

Lo que tiene de interesante esta postura descarada (y por eso la mencionamos) es que deja al descubierto ese trasfondo que ha estado operando desde siempre en el actual sistema, pero que jamás se discute y más bien tiende a ser celosamente ocultado por sus defensores habituales, tal vez porque no es muy presentable a los ojos de una hipócrita moral judeocristiana. Desde esta particular perspectiva, no somos más que animales y nuestra actual convivencia se reduce a una lucha ancestral de todos contra todos, tal como en la naturaleza salvaje. Una vez que la creencia se ha instalado, vale decir cuando una gran mayoría la comparte y muy pocos la discuten, el comportamiento colectivo se va acomodando paulatinamente a esos principios. Entonces aparecen los conceptos y las definiciones: mercado, ley de oferta y demanda, incentivos, propiedad privada, etc. Pero es este supuesto basal el que hace posible que todo el resto del tinglado se sostenga[1].

Lo cierto es que no termina de sorprender esta eterna disposición nuestra para tragarnos tamañas ruedas de carreta. Tal vez influya el hecho de que al no ser racionales, tales dogmas no se imponen a través de argumentos y pruebas sino que mediante la vieja técnica del garrote y la zanahoria (bludgeon and carrot, también dicho en inglés puesto que corresponde a una versión simpática del mismo principio… universal), es decir apelando a coacciones y prestigios, amenazas y seducciones, una fórmula que los formadores de opinión (como el sujeto antes mencionado) manipulan hábilmente y luego difunden a través de los medios de comunicación para engatusar a los incautos.

La historia del conocimiento nos brinda numerosos ejemplos de la incidencia de esos supuestos previos en la posterior elaboración racional, pero también nos habla de su cuestionamiento. La concepción ptolemaica[2] del cosmos recurría a los llamados “epiciclos” para explicar las supuestas irregularidades –de acuerdo a su carta astronómica- en el movimiento de los astros, preservando mediante ese recurso ficticio la creencia en la centralidad de la Tierra. El error persistió durante años hasta que Nicolás Copérnico[3] se atrevió a romper con el dogma geocéntrico, aceptando la evidencia del heliocentrismo. Alrededor de un siglo después, la fuerza de los datos empíricos obligó a Kepler a abandonar la idea platónica del círculo como manifestación de la perfección divina en el universo y reconocer -a regañadientes, como él mismo relata en sus escritos- la órbita elíptica de los planetas[4]. Bueno es recordar que cuando ellos (y también otros como Galileo) concibieron semejantes osadías del pensamiento elevándose por encima de la enrarecida atmósfera intelectual de su época, aún regía con mucha fuerza el absolutismo religioso medieval de modo que pusieron en riesgo su propia integridad al hacerlo.

Hoy no se arriesga tanto y sin embargo se discute poco o nada. Bueno, sí, se ensayan algunas variantes dentro del mismo sistema: que más Estado y menos mercado, que más mercado y menos Estado mientras los pueblos van de aquí para allá y de allá para acá, cual motor de dos tiempos, respondiendo a las opciones que se les presentan tal como ha quedado en evidencia durante los últimos procesos eleccionarios en Sudamérica. Pero nadie osa cambiar el eje de la discusión para salir del campo de lo establecido y de ese modo abrir nuevos horizontes al ser humano.

Es necesario entender entonces que el orden social imperante no se modificará hasta tanto no se discuta la primitiva base de creencias que lo sostiene y fundamentalmente, aquella rudimentaria noción según la cual el ser humano es una especie de bestia disfrazada[5]. Cuando eso suceda, recién ahí estaremos en condiciones de advertir lo evidente: que el capitalismo fracasó pues ha quedado demostrada su total incapacidad para otorgar el bienestar prometido a las grandes mayorías. La humanidad consintió en vivir asfixiada bajo este burdo reduccionismo económico durante un largo período, con la esperanza de alcanzar ese objetivo. Ahora que sus expectativas comienzan a verse frustradas ¿cómo reaccionaran las poblaciones del planeta?

Si el proceso siguiera un curso mecánico, los problemas se agudizaran. Entonces comenzaran a multiplicarse las explosiones catárticas en todas las latitudes, como manifestación del profundo descontento de la gente. Esta furia social sin dirección -que puede adquirir muchas formas, desde la simple asonada callejera hasta la barbarie tecnificada- no contribuirá en nada a mejorar las cosas y tan solo aumentará el desorden del sistema, con el consecuente incremento de la reacción represiva desde los poderes fácticos para tratar de controlar el caos creciente. Las élites se verán completamente sobrepasadas por el desborde sicosocial generalizado y el sistema se desintegrará aceleradamente, con altas cotas de dolor y sufrimiento para la gente, fenómeno que ya comienza a percibirse en algunos lugares del planeta ¿Qué vendrá después? Lo mismo que ha sucedido en otros momentos de la historia: una larga y oscura Edad Media, solo que ahora será global.

Si en cambio se toma el camino intencional, no podemos esperar que las soluciones provengan desde las élites gobernantes porque, siguiendo la misma línea de análisis, es obvio que serán incapaces de romper con el campo de supuestos descrito pues su ya exigua capacidad de gobernanza depende de él. Más bien puede apreciarse que una parte importante de esas minorías está coludida con el sistema, considerando que los beneficios obtenidos emanan de su posición privilegiada. Si se quieren variantes genuinas habrá que buscarlas en la diversidad infinita de la base social, especialmente en el segmento más joven de esos conjuntos.

Sin embargo, las dificultades no terminan acá porque esa base también está afectada por la desestructuración general, no solo socialmente sino que además en el plano sicológico. El tejido social ha desaparecido y tampoco se ve fácil encontrar respuestas nuevas cuando todas las referencias utilizadas provienen del mismo sistema que se quiere cambiar. Por ejemplo, una de las primeras medidas a implementar por el parlamento venezolano recién electo consistirá en reprivatizar las empresas que el chavismo estatizó, revirtiendo el proceso anterior. Pero esta regresión no hubiese sido posible (o al menos más difícil) si, en su momento, esas empresas hubieran pasado directamente a manos de sus trabajadores. El problema es que esta nueva forma de propiedad[6] parece no existir en el paisaje del progresismo venezolano, vinculado a una izquierda inspirada en el socialismo decimonónico (por más que se autoproclamen “el socialismo del siglo XXI”).

El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso. Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas.Haz click para twittear

Al parecer, muy pocas de las soluciones que ya se han ensayado en el pasado podrán ser aplicadas en la “terra incognita” del mañana. Solo nos queda aprender a vivir en la duda… y ponernos a pensar, como lo recomendaba Ortega: “Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de sus creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en «salir de la duda». Pero ¿qué hacer? La característica de lo dudoso es que ante ello no sabemos qué hacer. ¿Qué haremos, pues, cuando lo que nos pasa es precisamente que no sabemos qué hacer porque el mundo —se entiende, una porción de él— se nos presenta ambiguo?  Con él no hay nada que hacer. Pero en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos. Cuando todo en torno nuestro falla, nos queda, sin embargo, esta posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso. Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas.”[7]

De manera que la época nos está demandando algo bien preciso: colaborar en la rearticulación de la base social y generar los ámbitos propicios para pensar en conjunto el mañana. Nada más y nada menos. La verdad es que en medio del fragor y la pesadumbre de un caos incipiente no podría haberse encontrado otro destino más deslumbrante.


1. A estas alturas, todos sabemos (o debiéramos saber) que esto es darwinismo social puro y duro, teoría que en el siglo XIX sirvió de justificación al colonialismo europeo y otros, cuyos costos el mundo sigue pagando hasta el día de hoy. Pero la pregunta fundamental es por qué, a pesar de los horrores pasados, esta tesis perversa (un caso típico de antihumanismo) ha sido asumida sin discusión por casi todas las sociedades del planeta.

2. Claudio Ptolomeo (aprox. 85-165): sabio universal, nacido y muerto en Egipto. Perfeccionó la cosmología geocéntrica de Aristóteles en su obra Almagesto, la que sirvió de referencia astronómica hasta Copérnico. Esta concepción también fue retocada durante la Edad Media para ajustarla a las exigencias de los teólogos.

3. Nicolás Copérnico (1473-1543): canónigo polaco, es el primero que propone un sistema heliocéntrico (en el mundo cristiano, porque Aristarco de Samos ya lo había hecho en la Grecia del siglo III a.C.) aunque mantiene aún la idea de un cosmos cerrado, limitado por la esfera de las estrellas.

4. Johannes Kepler (1571-1630): astrónomo y matemático alemán. Descubrió la naturaleza elíptica de la trayectoria de los planetas y refutó el dogma aristotélico del movimiento circular y uniforme.

5. Aprender a verse y a vernos con una mirada nueva es el primer paso del gran cambio.

6. Ver “Propiedad del trabajador” en el Diccionario del Nuevo Humanismo, Silo. Ediciones León Alado, 2014. Cabe destacar que la primera edición de esta obra es del año 1996.

7. Ideas y creencias es un ensayo del filósofo español José Ortega y Gasset, publicado en 1940.




Nada hay tan fecundo en nuestra vida íntima como el sentimiento amoroso

Hablemos del amor, pero comencemos por no hablar de «amores». «Los amores» son historias más o menos accidentadas que acontecen entre hombres y mujeres. En ellas intervienen factores innumerables que complican y enmarañan su proceso hasta el punto que, en la mayor parte de los casos, hay en los «amores» de todo menos eso que en rigor merece llamarse amor. Es de gran interés un análisis psicológico de los «amores» con su pintoresca casuística; pero mal podríamos entendernos si antes no averiguamos lo que es propia y puramente el amor. Además, fuera empequeñecer el tema reducir el estudio del amor al que sienten, unos por otros, hombres y mujeres. El tema es mucho más vasto, y Dante creía que el amor mueve el sol y las otras estrellas.

 

Sin llegar a esta ampliación astronómica del erotismo, conviene que atendamos al fenómeno del amor en toda su generalidad. No sólo ama el hombre a la mujer y la mujer al hombre, sino que amamos el arte o la ciencia, ama la madre al hijo y el hombre religioso ama a Dios. La ingente variedad y distancia entre esos objetos donde el amor se inserta nos hará cautos para no considerar como esenciales al amor atributos y condiciones que más bien proceden de los diversos objetos que pueden ser amados.

Desde hace dos siglos se habla mucho de amores y poco del amor. Mientras todas las edades, desde el buen tiempo de Grecia, han tenido una gran teoría de los sentimientos, las dos centurias últimas han carecido de ella. El mundo antiguo se orientó primero en la de Platón; luego en la doctrina estoica. La Edad Media aprendió la de Santo Tomás y de los árabes; el siglo XVII estudió con fervor la teoría de las pasiones de Descartes y Spinoza. Porque no ha habido gran filósofo del pretérito que no se creyese obligado a elaborar la suya. Nosotros no poseemos ningún ensayo, en grande estilo, de sistematizar los sentimientos. Solo recientemente los trabajos de Pfánder y Scheler vuelven a movilizar el asunto. Y en tanto, nuestra alma se ha hecho cada vez más compleja y nuestra percepción más sutil.

Hay muchos “amores” donde existe de todo menos auténtico amor. Hay deseo, curiosidad, obstinación, manía, sincera ficción sentimental; pero no esa cálida afirmación del otro ser, cualquiera que sea su actitud para con nosotros.Haz click para twittear

De aquí que no nos baste alojarnos en esas antiguas teorías afectivas. Así, la idea que Santo Tomás, resumiendo la tradición griega, nos da del amor es, evidentemente, errónea.. Para él, amor y odio son dos formas del deseo, del apetito o de lo concupiscible. El amor es el deseo de algo bueno en cuanto pulsión de lo malo en cuanto tal. Se acusa aquí la confusión entre los apetitos o deseos y los sentimientos que ha padecido todo el pasado de la psicología hasta el siglo XVIII.; confusión que volvemos a encontrar en el Renacimiento, si bien trasportada al orden estético. Así, Lorenzo el Magnífico dice que el amor es un apetito de belleza.

Pero esta es una de las distinciones más importantes que necesitamos hacer para evitar que se nos escape entre los dedos lo específico, lo esencial del amor. Nada hay tan fecundo en nuestra vida íntima como el sentimiento amoroso; tanto, que viene a ser el símbolo de toda fecundidad.

Hay muchos “amores” donde existe de todo menos auténtico amor. Hay deseo, curiosidad, obstinación, manía, sincera ficción sentimental; pero no esa cálida afirmación del otro ser, cualquiera que sea su actitud para con nosotros.