La estructura de la vida depende de nuestras creencias

La vida humana es una realidad extraña, de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido en que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntos, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella.

 

La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia. La vida nos es dada, puesto que no nos la damos a nosotros mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo, Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya. La vida es quehacer, Y lo más grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario; quiero decir, que nos encontramos Siempre forzados a hacer algo pero no nos encontramos nunca estrictamente forzados a hacer algo determinado, que no nos es impuesto este o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo, tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros hombres, él mismo. Sólo en vista de ellas puede, preferir una acción a otra, puede, en suma, vivir.

Las creencias son lo que verdaderamente constituye el estado del hombreHaz click para twittear

De aquí que el hombre tenga que estar siempre en alguna creencia y que la estructura de su vida dependa primordialmente de las creencias en qué esté y que los cambios más decisivos en la humanidad sean los cambios de creencias, la intensificación o debilitación de las creencias. El diagnóstico de una existencia humana —de un hombre, de un pueblo, de una época– tiene que comenzar filiando el repertorio de sus convicciones. Son éstas el suelo de nuestra vida. Por eso se dice que en ellas el hombre está. Las creencias son lo que verdaderamente constituye el estado del hombre. Las he llamado «repertorio» para indicar que la pluralidad de creencias en que un hombre, un pueblo o una época ésta no posee nunca una articulación plenamente lógica, es decir, que no forma un sistema de ideas, como lo es o aspira a serlo, por ejemplo, una filosofía. Las creencias que coexisten en una vida humana, que la sostienen, impulsan y dirigen son, a veces, incongruentes, contradictorias o, por lo menos, inconexas. Nótese que todas estas calificaciones afectan a las creencias por lo que tienen de ideas. Pero es un error definir la creencia como idea. La idea agota su papel y consistencia con ser pensada, y un hombre puede pensar cuanto se le antoje y aun muchas cosas contra su antojo. En la mente surgen espontáneamente pensamientos sin nuestra voluntad ni deliberación y sin que produzcan efecto alguno en nuestro comportamiento. La creencia no es, sin más, la idea que se piensa, sino aquella en que además se cree. Y el creer no es ya una operación del mecanismo «intelectual», sino que es una función del viviente como tal, la función de orientar su conducta, su quehacer.

Hecha esta advertencia, puedo retirar la expresión antes usada y decir que las creencias, mero repertorio incongruente en cuanta son sólo ideas, forman siempre un sistema en cuanto efectivas creencias o, lo que es igual, que, inarticuladas desde el punto de vista lógico o propiamente intelectual, tienen siempre una articulación vital, funcionan como creencias apoyándose unas en otras, integrándose y combinándose. En suma, que se dan siempre como miembros de un organismo, de una estructura. Esto hace, entre otras cosas, que posean siempre una arquitectura y actúen en jerarquía. Hay en toda vida humana creencias básicas, fundamentales, radicales, y hay otras derivadas de aquéllas, sustentadas sobre aquéllas y secundarias. Esta indicación no puede ser más trivial, pero yo no tengo la culpa de que, aun siendo trivial, sea de la mayor importancia.

Pues si las creencias de que se vive careciesen de estructura, siendo como son en cada vida innumerables, constituirían una pululación indócil a todo orden y, por lo mismo, ininteligible. Es decir, que sería imposible el conocimiento de la vida humana. El hecho de que, por el contrario, aparezcan en estructura y con jerarquía permite descubrir su orden secreto y, por tanto, entender la vida propia y la ajena, la de hoy y la de otro tiempo. Así podemos decir ahora: el diagnóstico de una existencia humana –de un hombre, de un pueblo, de una época– tiene que comenzar filiando el sistema de sus convicciones y para ello, antes que nada, fijando su creencia fundamental, la decisiva, la que porta y vivifica todas las demás. Ahora bien: para fijar el estado de las creencias en un cierto momento, no hay más método que el de comparar éste con otro u otros. Cuanto mayor sea el número de los términos de comparación, más preciso será el resultado –otra advertencia banal cuyas consecuencias de alto bordo emergerán súbitamente al cabo de esta meditación.

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Ortega: «El habla se compone, sobre todo, de silencios»

Hablar es principalmente usar de una lengua en cuanto que está hecha y nos es impuesta por el contorno social. Pero esto implica que esa lengua ha sido hecha, y hacerla no es ya simplemente hablar, es inventar nuevos modos de la lengua y, originariamente, inventarla en absoluto. Es evidente que se inventan nuevos modos de la lengua, porque los que hay y ella tiene ya no satisfacen, no bastan para decir lo que se tiene que decir.

El decir. esto es, el anhelo de expresar, manifestar, declarar es, pues, una función o actividad anterior al hablar ya la existencia de una lengua tal y como ésta ya existe ahí. El decir es un estrato más profundo que el habla, ya ese estrato profundo debe hoy dirigirse la lingüística. No existirían las lenguas si el Hombre no fuese constitutivamente el Dicente, esto es, el que tiene cosas que decir; por tanto, postulo una nueva disciplina básica de todas las demás que integran la lingüística y que llamo Teoría del decir. ¿Por qué el hombre es decidor y no silente o, a lo sumo, un ser como los demás, que se limita a señalar a sus semejantes con gritos, aullidos, cantos, un repertorio de situaciones prácticas dado de una vez para siempre?

Uno de los inconvenientes de no partir del decir -función humana anterior al hablar- es que se considera el lenguaje como la expresión de lo que queremos comunicar y manifestar, siendo así que una parte muy grande de lo que queremos manifestar y comunicar queda inexpreso en dos dimensiones, una por encima y otra por debajo del lenguaje. Por encima, todo lo inefable. Por debajo, todo lo que «por sabido se calla». Ahora bien, este silencio actúa constantemente sobre el lenguaje y es causa de muchas de sus formas. Humboldt ya nos dijo: «En la gramática de toda lengua hay una parte expresamente designada o declarada y otra sobreañadida que se silencia. En la lengua china, aquella primera parte está en una relación infinitamente pequeña con la última.» «En toda lengua tiene que venir el contexto del habla en auxilio de la gramática. El es, en el, chino, la base para la mutua comprensión, y la construcción frecuentemente sólo puede ser derivada de él. El verbo mismo sólo puede ser reconocido merced al concepto verbal» -es decir, a la idea de una acción verbal que el contexto sugiere. Sólo advirtiéndose esto se explican las frases sin sujeto, como «¡Llueve!», o las exclamaciones: «¡Fuego!, ¡Ladrones!, ¡Vamos!».

El hombre, cuando se pone a hablar, lo hace porque cree que va a poder decir lo que piensa. Pues bien, esto es ilusorio. El lenguaje no da para tanto.Haz click para twittear

Pero si el hombre es el que «dice», urgiría determinar qué es lo que dice, O, expresado de otro modo, cuáles son las direcciones primarias de su decir, qué cosas son las que le mueven a decir y cuáles las que le dejan silencioso, esto es, que calla. Es patente que esta necesidad de decir -y no una vaga y cualquiera, sino un preciso sistema de cosas que tenían que ser dichas es lo que llevó al invento y existencia posterior de las lenguas. Esto nos permite hacernos bien cargo de si este instrumento inventado para decir es suficiente y en qué medida lo es o no.

El hombre, cuando se pone a hablar, lo hace porque cree que va a poder decir lo que piensa. Pues bien, esto es ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciaciones y pruebas matemáticas. Ya al hablar de física empieza a ser equívoco e insuficiente. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que éstos, más humanos, más «reales», va aumentando su imprecisión, su torpeza y su confusionismo.

Dóciles al prejuicio inveterado de que «hablando nos entendemos», decimos y escuchamos de tan buena fe que acabamos por malentendemos mucho más que si, mudos, nos ocupásemos de adivinarnos. Más aún: como nuestro pensamiento está en gran medida adscrito a la lengua -aunque me resisto a creer que la adscripción sea, como suele sostenerse, absoluta-, resulta que pensar es hablar consigo mismo y, consecuentemente, malentenderse a sí mismo y correr gran riesgo de hacerse un puro lío.

No se entiende en su raíz la estupenda realidad que es el lenguaje si no se empieza a advertir que el habla se compone sobre todo de silencios.

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Develar la perversidad del sistema

¡Qué difícil es pensar con claridad en estos tiempos que vivimos! Parece que estamos imposibilitados para ver las cosas desde diferentes puntos de vista. El diálogo ha desaparecido. Cuando conversamos con el otro no lo escuchamos sino que estamos más pendientes de nuestro propio argumento. Es decir, lo convertimos en un mecanismo de autoafirmación.

 

En estas circunstancias, esperar que se comprendan ideas sencillas, esperar que alguien se ponga en el punto de vista del otro motivado por converger en la diversidad, por construir un argumento común, es una quimera. Se podría decir que hay un estado de “alteración” generalizado. Alterarse es estar “fuera de sí”, sin filtro para discernir los estímulos que penetran en la conciencia. No es nada grave. Es el peculiar momento histórico que vivimos, por otro lado, repetido en otras ocasiones de la historia aunque ahora se den algunos factores diferenciados.

¿cómo vamos a generar un pensamiento global, amplio, que de una respuesta clara y sencilla a los problemas comunes?Haz click para twittear

Reconocerse “alterado” es prácticamente imposible. Seguramente todos pensamos que estamos muy “centrados”, que no nos dejamos manipular, que sabemos lo que queremos. En definitiva, vivimos en el mundo de la superinformación. Pateas una piedra y salen veinte especialistas en todo. Siguiendo el modelo de los tertulianos televisivos, youtubers, famosillos, etc. Todos somos epidemiólogos, politólogos, químicos, nutricionistas…. que afirmamos nuestras ideas con la convicción propia del entendido.

De esta manera, nos encontramos con que la capacidad de pensar está muy parcializada. Si todos estamos enfrascados en nuestro punto de vista (no elaborado por nosotros mismos) e imposibilitados para un diálogo creativo ¿cómo vamos a generar un pensamiento global, amplio, que de una respuesta clara y sencilla a los problemas comunes?

Algo que cabría constatar es la perversidad del sistema mental que vivimos. Que el mundo es perverso es algo en lo que la mayoría seguramente coincidimos. Ahora bien, entender el mecanismo profundo de la perversidad del sistema se antoja más complicado pues se fundamenta en el estado general de alteración en que vivimos, que no estamos dispuestos a reconocer, y que nos impide ponernos de acuerdo, establecer un diálogo constructivo.

Este estado de alteración acontece en todos los ámbitos. Desde el presidente de la nación más poderosa del mundo hasta el último pedigüeño de la población más humilde. Por supuesto incluye a filósofos, intelectuales, científicos, especialistas… y al conjunto del pueblo llano. Eso no significa que no haya muchísima gente lúcida, despierta, “ensimismada”, es decir, “dentro de sí” en contraposición al alterado que está “fuera de sí”. Pero afirmamos que ellos no son los referentes, no son los “influencers” del mundo actual y que sería de interés aprender a identificarlos.

Toda idea, toda propuesta de cambio, todo análisis sustancial puede ser tergiversado gracias a la fragmentación social producida por un sistema de organización social cuyo valor y fundamento vital es el dineroHaz click para twittear

Entonces, ¿cómo funciona la perversidad del sistema? Como vulgarmente se dice “barriendo para casa”. Toda idea, toda propuesta de cambio, todo análisis sustancial puede ser tergiversado gracias a la fragmentación social producida por un sistema de organización social cuyo valor y fundamento vital es el dinero. La fragmentación social deriva en el individualismo egoísta y la nula empatía propiciada por el estado de alteración mencionado más arriba.

¿Cuál es la idea central del sistema actual? El rédito económico. Nos han hecho creer que el mundo es un gran mercado “libre” que ofrece “oportunidades de negocio” que se deben aprovechar para que la humanidad progrese. De este modo, podemos denunciar que las farmacéuticas hagan fortuna con la vacuna del coronavirus pero, en el fondo, entendemos que aprovechen su oportunidad de negocio e incluso que “hayan provocado el problema para beneficiarse”.

Vamos a poner un par de ejemplos actuales de la perversidad del sistema. El primero es el del cambio de modelo energético hacia las energías renovables. Es una cuestión de primer orden para tratar de revertir el cambio climático y la sostenibilidad del planeta. Se han puesto de moda los vehículos eléctricos no contaminantes (“una necesidad que el mercado debe satisfacer”) y la tecnología los desarrolla rápidamente porque generan una alta rentabilidad.

El problema es que, desde la motivación económica, se desarrolla un modelo basado en baterías de litio, un mineral altamente contaminante y relativamente escaso. Así, se empieza a trasladar la antigua “guerra del petróleo” a la nueva “guerra del litio” cuyos daños colaterales incluyen el golpe de estado a Bolivia instado por Estados Unidos para que no se lo vendiese a China y la futura creación de minas en países como México, Chile o Argentina que generarán grandes beneficios económicos (¿para quién?) pero también enormes daños medioambientales.

El segundo ejemplo todavía nos resulta más relevante pues es una propuesta que defendemos en este Portal. Se trata de la Renta Básica Universal e Incondicional. Esta propuesta está menos integrada en la conciencia social que el cuidado del medioambiente pero, en los últimos años está aumentando su aceptación. Pues bien, ya hay sectores del poder económico que la han incorporado y la defienden ¿Y cómo es la versión perversa de un ingreso básico para todos los ciudadanos del planeta?

Cualquier propuesta, que no cuestione de fondo al sistema, siempre será una idea susceptible de ser tergiversada convirtiendo lo digno en banal, lo bien intencionado en inmoral.Haz click para twittear

Algunos adalides economistas defienden que el sector financiero revierta una cantidad a todos los habitantes del planeta que garantice su subsistencia mínima. Ahora bien, la contrapartida es el desmantelamiento de todos los servicios públicos y de administración salvo los relativos a la seguridad. Se trataría de la realización final del liberalismo que atribuye todo progreso a la iniciativa privada. Tendremos un mínimo garantizado y, a partir de ahí, todo lo que obtengamos dependerá de nuestro propio “mérito”. Tendrás la atención médica que puedas pagar. La educación que puedas pagar. La justicia que puedas pagar…

La perversidad del sistema se sirve de nuestra incapacidad de comprender la verdadera raíz de los problemas. Cualquier propuesta, que no cuestione de fondo al sistema, siempre será una idea susceptible de ser tergiversada convirtiendo lo digno en banal, lo bien intencionado en inmoral. Es evidente que, puestos en situación, las circunstancias suelen condicionar nuestras posibilidades de acción pero no deberían desviar la dirección de nuestros planteamientos.

 

Para escribir este artículo nos hemos inspirado en dos conceptos del raciovitalismo. Uno es el concepto de “alteración” como contrapartida de “ensimismamiento”. Para saber más recomendamos la lectura de El hombre y la gente que contiene la doctrina sociológica de Ortega. El otro concepto es el de “la barbarie de la especialización” que se puede ampliar en La rebelión de las masas.




Profundidad y superficie

Cuando se repite la frase «los árboles no nos dejan ver el bosque», tal vez no se entiende su riguroso significado. Tal vez la burla que en ella se quiere hacer vuelva su aguijón contra quien la dice.

Los árboles no dejan ver el bosque, y gracias a que así es, en efecto, el bosque existe. La misión de los árboles patentes es hacer latente el resto de ellos, y sólo cuando nos damos perfecta cuenta de que el paisaje visible está ocultando otros paisajes invisibles nos sentimos dentro de un bosque.

La invisibilidad, el hallarse oculto no es un carácter meramente negativo, sino una cualidad positiva que, al verterse sobre una cosa, la transforma, hace de ella una cosa nueva. En este sentido es absurdo –como la frase susodicha declara- pretender ver el bosque. El bosque es lo latente en cuanto tal.

Hay aquí una buena lección para los que no ven la multiplicidad de destinos, igualmente respetables y necesarios, que el mundo contiene. Existen cosas que, puestas de manifiesto, sucumben o pierden su valor y, en cambio, ocultas o preteridas llegan a su plenitud. Hay quien alcanzaría la plena expansión de sí mismo ocupando un lugar secundario y el afán de situarse en primer plano aniquila toda su virtud. En una novela contemporánea se habla de cierto muchacho poco inteligente, pero dotado de una exquisita sensibilidad moral, que se consuela de ocupar en las clases el último puesto, pensando: «¡Al fin y al cabo, alguno tiene que ser el último!» Es esta una observación fina y capaz de orientarnos. Tanta nobleza puede haber en ser postrero como en ser primero, porque ultimidad y primacía son magistraturas que el mundo necesita igualmente la una para la otra.

Algunos hombres se niegan a reconocer la profundidad de algo porque exigen de lo profundo que se manifieste igual que lo superficial. No aceptando que haya varias especies de claridad se atienen exclusivamente a la peculiar claridad de las superficies. No advierten que es a lo profundo esencial el ocultarse detrás de la superficie y presentarse solo al través de ella, latiendo bajo ella.

Algunos hombres se niegan a reconocer la profundidad de algo porque exigen de lo profundo que se manifieste igual que lo superficial.Haz click para twittear

Desconocer que cada cosa tiene su propia condición y no la que nosotros queremos exigirle es, a mi juicio, el verdadero pecado capital, que yo llamo pecado cordial por tomar su oriundez de la falta de amor. Nada hay tan ilícito como empequeñecer el mundo por medio de nuestras manías y cegueras, disminuir la realidad, suprimir imaginariamente pedazos de los que es.

Esto acontece cuando se pide a lo profundo que se presente de la misma manera que lo superficial. No; hay cosas que presentan de sí mismas lo estrictamente necesario para que nos percatemos de que ellas están detrás ocultas.

Para hallar esto evidente no es menester recurrir a nada muy abstracto. Todas las cosas profundas son de análoga condición. Los objetos materiales, por ejemplo, que vemos y tocamos tienen una tercera dimensión que constituye su profundidad, su interioridad. Sin embargo, esta tercera dimensión ni la vemos ni la tocamos. Encontramos, es cierto, en sus superficies alusiones a algo que yace dentro de ellas; pero este dentro no puede nunca salir afuera y hacerse patente en la misma forma que las haces del objeto. Vano será que comencemos a seccionar en capas superficiales la tercera dimensión: por finos que los cortes sean, siempre las capas tendrán algún grosor, es decir, alguna profundidad, algún dentro invisible e intangible. Y si llegamos a obtener capas tan delicadas que la vista penetre a su través, entonces no veremos ni lo profundo ni la superficie, mas una perfecta transparencia, o lo que es lo mismo, nada. Pues de la misma suerte que lo profundo necesita una superficie tras de que esconderse, necesita la superficie o sobrehaz, para serlo, de algo sobre que se extienda y que ella tape.

Es esta una perogrullada, mas no del todo inútil. Porque aún hay gentes las cuales exigen que les hagamos ver todo tan claro como ven esta naranja delante de sus ojos. Y es el caso de que si por ver se entiende, como ellos entienden, una función meramente sensitiva, ni ellos ni nadie han visto jamás una naranja. Es esta un cuerpo esférico, por tanto, con anverso y reverso. ¿Pretenderán tener delante a la vez el anverso y el reverso de la naranja? Con los ojos vemos una parte de la naranja, pero el fruto entero no se nos da nunca en forma sensible; la mayor porción del cuerpo de la naranja se halla latente a nuestras miradas.

No hay, pues, que recurrir a objetos sutiles y metafísicos para indicar que poseen las cosas maneras diferentes de presentarse; pero cada cual en su orden igualmente claras. No es solo lo que se ve claro. Con la misma claridad se nos ofrece la tercera dimensión de un cuerpo que las otras dos, y sin embargo, de no haber otro modo de ver que el pasivo de la estricta visión, las cosas o ciertas cualidades de ellas no existirían para nosotros.

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La realidad primaria de las “cosas” es servirme o estorbarme

El mundo, pensamos, no es sino la gran «cosa». Y nada hay en él, ni fuera de él, que no nos parezca poseer, en última instancia, este modo de ser substante, este carácter de «cosa». Lo que a todas luces no es «cosa» – como, por ejemplo, un color o un movimiento – nos parece no tener verdadero «ser» y, por eso, nos sentimos siempre llevados a buscarle un apoyo en una efectiva «cosa». Por eso decimos que no hay color en sí y por sí, sino que el color es siempre de una cosa y que el movimiento es el moverse una cosa. Yo mismo me pienso como una «cosa», y cuando el análisis me hace notar que hay en mí algo – lo más importante y característico -, que no tiene caracteres corporales, invento un modo de ser de «cosa» que no tiene los atributos de la materia, que es inextenso e imponderable, pero que tiene las notas esenciales del ser cosa, a saber, subsistencia independiente de toda otra cosa y existencia estática, y a ese algo le llamo: alma, espíritu.

Aquí tienen ustedes el concepto de ser, de realidad perenne en la historia de la filosofía, tomado, sin duda, de la interpretación pre-filosófica que el hombre halló tan pronto como se le ocurrió pensar en el ser. Diríamos, pues, que es la ontología primigenia. Por qué acaece que el hombre topa primero y se contenta con esa idea del ser, es asunto que, claro está, nos ocupará un día. No es verosímil que noción tan primeriza y persistente surja por casualidad. Lo que ahora necesitamos subrayar, con sorpresa, es que a lo largo de la evolución filosófica haya perdurado sin interrupción. Porque todas las diferencias entre los sistemas filosóficos se redujeron siempre a preferir uno u otro objeto – materia o espíritu, mente finita o mente infinita, etc., como ser substante – pero eso, que Ser, que Realidad quería decir subsistencia estática no fue jamás dudado formalmente, como a su hora minuciosamente veremos.

Y, sin embargo, es innegable que ese modo de ser que se considera como el prototípico y fundamental es simplemente un supuesto y una construcción que hacemos en vista de otro modo de ser, de realidad, que es la que de verdad hallamos y en la cual no obstante no nos fijamos al fraguar nuestra interpretación.

Cuando de esta lámpara eléctrica digo que es una «cosa» ya me he saltado lo que esta lámpara era primariamente, ya he añadidos atributos hipotéticos a su originario ser. En efecto, esta lámpara no es, por lo pronto, sino lo que me está ahora alumbrando. Su ser no es otro que ejercer la función de alumbrarme a mí; como esta silla es «lo que me sirve para sentarme», como tierra es «lo que me sostiene», «lo que resiste a mis pies», «lo que siembro y me da cosechas», «lo que guarda mis muertos», etc, El ser de todo, esto consiste originariamente sólo en su servicio positivo o negativo de mi vida, y para mí. Que esta tierra además de servirme de sostén y para caminar y para darme cosechas tenga, además, otro ser, o existir por su cuenta y no servicial, para mí, es algo, evidentemente, que no se me puede ocurrir, sino después de que primero, tuvo para mí un ser puramente servicial.

El ser originario, la realidad primaria de cuanto forma parte de mi circunstancia consiste en su servirme o estorbarme, por tanto, en ser, facilidad o dificultad para mi vida.Haz click para twittear

Tenemos, pues: el ser originario, la realidad primaria de cuanto forma parte de mi circunstancia consiste en su servirme o estorbarme, por tanto, en ser, facilidad o dificultad para mi vida. No es para mí primero una cosa que está ahí por sí y sin referencia alguna a mí, y que luego me resulta útil o perjudicial. Recuerden ustedes que mi circunstancia se compone sólo de lo que existe para mí, sólo eso forma parte de mi vida, y sólo lo que forma parte de mi vida existe. De modo qué existir para mí y existir en absoluto son, por lo pronto sinónimos. Pues bien, ahora, lo que investigamos es en qué consiste ese existir para mí. Y yo digo que, primariamente, consiste en un concreto facilitarme o dificultarme la vida. Pero esto significa que no existe sino en cuanto actúa efectivamente sobre mí, es decir, en cuanto funciona. La silla es silla porque me siento en ella. Cuando la veo en mi paisaje pero no la uso, es decir, no funciona actualmente, digo de ella que es lo que me sirvió o me va a servir. Nunca originariamente abstraigo de su servicio, Pero el que yo caiga en la cuenta de que una silla en qué no estoy ahora sentado, en espera de que luego o mañana me vuelva a servir, tiene también un, ser que ya no es servicial, a saber, lo que llamamos cosa, un ser en sí y por sí supone, fíjense bien en esto porque, es decisivo, supone que yo me he hecho cuestión de qué le pasa a la silla cuando no es silla, cuando no la uso; [pero esa] nueva ocupación con ella distinta del sentarse, es también, hacer con ella algo, a saber: inquirir su ser, por tanto, filosofar.

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Lo dudoso es una realidad liquida donde el hombre no puede sostenerse. De aquí el “hallarse en un mar de dudas”

El hombre, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias. Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos. (Sea dicho de paso que la metáfora se origina en una de las creencias más elementales que poseemos y sin la cual tal vez no podríamos vivir: la creencia en que la tierra es firme, a pesar de los terremotos que alguna vez y en la superficie de algunos de sus lugares acontecen. Imagínese que mañana, por unos u otros motivos, desapareciera esa creencia. Precisar las líneas mayores del cambio radical que en la figura de la vida humana esa desaparición produciría, fuera un excelente ejercicio de introducción al pensamiento histórico).

Pero en esa área básica de nuestras creencias se abren, aquí o allá, como escotillones, enormes agujeros de duda. Éste es el momento de decir que la duda, la verdadera, la que no es simplemente metódica ni intelectual, es un modo de la creencia y pertenece al mismo estrato que ésta en la arquitectura de la vida. También en la duda se está. Sólo que en este caso el estar tiene un carácter terrible. En la duda se está como se está en un abismo, es decir, cayendo. Es, pues, la negación de la estabilidad. De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos parece caer, caer en el vacío, sin poder valernos, sin poder hacer nada para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la vida, como asistir a la anulación de nuestra propia existencia. Sin embargo, la duda conserva de la creencia el carácter de ser algo en que se está, es decir, que no lo hacemos o ponemos nosotros. No es una idea que podríamos pensar o no, sostener, criticar, formular, sino que, en absoluto, la somos. No se estime como paradoja, pero considero muy difícil describir lo que es la verdadera duda si no se dice que creemos nuestra duda.

Si no fuese así, si dudásemos de nuestra duda, sería ésta innocua. Lo terrible es que actúa en nuestra vida exactamente lo mismo que la creencia y pertenece al mismo estrato que ella. La diferencia entre la fe y la duda no consiste, pues, en a creer. La duda no es un “no creer” frente al creer, ni es un “creer que no” frente a un “creer que si”. El elemento diferencial está en lo que se cree. La fe cree que Dios existe o que Dios no existe. Nos sitúa, pues, en una realidad, positiva o “negativa”, pero inequívoca, y, por eso, al estar en ella nos sentimos colocados en algo estable.

Lo que nos impide entender el papel de la duda en nuestra vida es presumir que no nos pone delante una realidad. Y este error proviene, a su vez, de haber desconocido lo que la duda tiene de creencia. Sería muy cómodo que bastase dudar de algo para que ante nosotros desapareciese como realidad. Pero no acaece tal cosa, sino que la duda nos arroja ante lo dudoso, ante una realidad tan realidad como la fundada en la creencia, pero que es ella ambigua, bicéfala, inestable, frente a la cual no sabemos a qué atenernos ni qué hacer. La duda, en suma, es estar en lo inestable como tal: es la vida en el instante del terremoto, de un terremoto permanente y definitivo.

Lo que nos impide entender el papel de la duda en nuestra vida es presumir que no nos pone delante una realidad.Haz click para twittear

En este punto, como en tantos otros referentes a la vida humana, recibimos mayores esclarecimientos del lenguaje vulgar que del pensamiento científico. Los pensadores, aunque parezca mentira, se han saltado siempre a la torera aquella realidad radical, la han dejado a su espalda. En cambio, el hombre no pensador, más atento a lo decisivo, ha echado agudas miradas sobre su propia existencia y ha dejado en el lenguaje vernáculo el precipitado de esas entrevisiones.

Olvidamos demasiado que el lenguaje es ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como instrumento para combinaciones ideológicas más complicadas, no tomamos en serio la ideología primaria que él expresa, que él es. Cuando, por un azar, nos despreocupamos de lo que queremos decir nosotros mediante los giros preestablecidos del idioma y atendemos a lo que ellos nos dicen por su propia cuenta, nos sorprende su agudeza, su perspicaz descubrimiento de la realidad.

Todas las expresiones vulgares referentes a la duda nos hablan de que en ella se siente el hombre sumergido en un elemento insólido, infirme. Lo dudoso es una realidad liquida donde el hombre no puede sostenerse, y cae. De aquí el “hallarse en un mar de dudas”.

Es el contraposto al elemento de la creencia: la tierra firme. E insistiendo en la misma imagen, nos habla de la duda como una fluctuación, vaivén de olas. Decididamente, el mundo de lo dudoso es un paisaje marino e inspira al hombre presunciones de naufragio. La duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta qué punto es creencia. Tan lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se está en dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta. El dos va bien claro en el du de la duda.

Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de sus creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en “salir de la duda”. Pero ¿qué hacer.? La característica de lo dudoso es que ante ello no sabemos qué hacer. ¿Qué haremos, pues, cuando lo que nos pasa es precisamente que no sabemos qué hacer porque el mundo -se entiende, una porción de él- se nos presenta ambiguo?

Con él no hay nada que hacer. Pero en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos. Cuando todo en torno nuestro falla, nos queda, sin embargo, esta posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso. Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas.

Los huecos de nuestras creencias son, pues, el lugar vital donde insertan su intervención las ideas. En ellas se trata siempre de sustituir el mundo inestable, ambiguo, de la duda, por un mundo en que la ambigüedad desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La idea es imaginación. Al hombre no le es dado ningún mundo ya determinado. Sólo le son dadas las penalidades y las alegrías de su vida. Orientado por ellas, tiene que inventar el mundo. La mayor porción de él la ha heredado de sus mayores y actúa en su vida como sistema de creencias firmes. Pero cada cual tiene que habérselas por su cuenta con todo lo dudoso, con todo lo que es cuestión. A este fin ensaya figuras imaginaras de mundos y de su posible conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más firme, y a eso llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aun lo científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico. Hay fantasías exactas. Más aún: sólo puede ser exacto lo fantástico. No hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo.

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Ortega: “En comparación con la realidad auténtica se advierte lo que la ciencia tiene de novela, de edificio imaginario”

Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas “vivimos, nos movemos y somos”. Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la “idea” de esa cosa, sino que simplemente “contamos con ella”.

En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas, sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa que toda nuestra “vida intelectual” es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa a ésta sólo una dimensión virtual o imaginaria. Se preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la verdad o falsedad de una idea es una cuestión de “política interior” dentro del mundo imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra realidad. Ésta consiste en todo aquello con que de hecho contamos al vivir. Ahora bien, de la mayor parte de las cosas con que de hecho contamos no tenemos la menor idea, y si la tenemos -por un especial esfuerzo de reflexión sobre nosotros mismos- es indiferente porque no nos es realidad en cuanto idea, sino, al contrario, en la medida en que no nos es sólo idea, sino creencia infraintelectual.

Tal vez no haya otro asunto sobre el que importe más a nuestra época conseguir claridad como este de saber a qué atenerse sobre el papel y puesto que en la vida humana corresponde a todo lo intelectual. Hay una clase de épocas que se caracterizan por su gran azoramiento. A esa clase pertenece la nuestra. Mas cada una de esas épocas se azora un poco de otra manera y por un motivo distinto. El gran azoramiento de ahora se nutre últimamente de que tras varios siglos de ubérrima producción intelectual y de máxima atención a ella el hombre empieza a no saber qué hacerse con las ideas. Presiente ya que las habla tomado mal, que su papel en la vida es distinto del que en estos siglos les ha atribuido, pero aún ignora cuál es su oficio auténtico.

Por eso importa mucho que, ante todo, aprendamos a separar con toda limpieza la “vida intelectual” -que, claro está, no es tal vida- de la vida viviente, de la real, de la que somos. Una vez hecho esto y bien hecho, habrá lugar para plantearse las otras dos cuestiones: ¿En qué relación mutua actúan las ideas y las creencias? ¿De dónde vienen, cómo se forman las creencias?.

Dije en el parágrafo anterior que inducía a error dar indiferentemente el nombre de ideas a creencias y ocurrencias. Ahora agrego que el mismo daño produce hablar, sin distingos, de creencias, convicciones, etc., cuando se trata de ideas. Es, en efecto, una equivocación llamar creencia a la adhesión que en nuestra mente suscita una combinación intelectual, cualquiera que ésta sea. Elijamos el caso extremo que es el pensamiento científico más rigoroso, por tanto, el que se funda en evidencias. Pues bien, aun en ese caso, no cabe hablar en serio de creencia. Lo evidente, por muy evidente que sea, no nos es realidad, no creemos en ello. Nuestra mente no puede evitar reconocerlo como verdad; su adhesión es automática, mecánica. Pero, entiéndase bien, esa adhesión, ese reconocimiento de la verdad no significa sino esto: que, puestos a pensar en el tema, no admitiremos en nosotros un pensamiento distinto ni opuesto a ese que nos parece evidente. Pero… ahí está: la adhesión mental tiene como condición que nos pongamos a pensar en el asunto, que queramos pensar. Basta esto para hacer notar la irrealidad constitutiva de toda nuestra “vida intelectual”. Nuestra adhesión a un pensamiento dado es, repito, irremediable; pero, como está en nuestra mano pensarlo o no, esa adhesión tan irremediable, que se nos pondría como la más imperiosa realidad, se convierte en algo dependiente de nuestra voluntad e ipso facto deja de sernos realidad. Porque realidad es precisamente aquello con que contamos, queramos o no. Realidad es la contravoluntad, lo que nosotros no ponemos; antes bien, aquello con que topamos.

Además de esto, tiene el hombre clara conciencia de que su intelecto se ejercita sólo sobre materias cuestionables; que la verdad de las ideas se alimenta de su cuestionabílidad. Por eso, consiste esa verdad en la prueba que de ella pretendemos dar. La idea necesita de la critica como el pulmón del oxigeno y se sostiene y afirma apoyándose en otras ideas que, a su vez, cabalgan sobre otras formando un todo o sistema. Arman, pues, un mundo aparte del mundo real, un mundo integrado exclusivamente por ideas de que el hombre se sabe fabricante y responsable. De suerte que la firmeza de la idea más firme se reduce a la solidez con que aguanta ser referida a todas las demás ideas. Nada menos, pero también nada más. Lo que no se puede es contrastar una idea, como si fuera una moneda, golpeándola directamente contra la realidad, como si fuera una piedra de toque. La verdad suprema es la de lo evidente, pero el valor de la evidencia misma es, a su vez, meta teoría, idea y combinación intelectual.

Entre nosotros y nuestras ideas hay, pues, siempre una distancia infranqueable: la que va de lo real a lo imaginario. En cambio, con nuestras creencias estamos inseparablemente unidos. Por eso cabe decir que las somos. Frente a nuestras concepciones gozarnos un margen, mayor o menor, de independencia. Por grande que sea su influencia sobre nuestra vida, podemos siempre suspenderlas, desconectarnos de nuestras teorías. Es más, de hecho exige siempre de nosotros algún especial esfuerzo comportarnos conforme a lo que pensamos, es decir, tomarlo completamente en serio. Lo cual revela que no creemos en ello, que presentimos como un riesgo esencial fiarnos de nuestras ideas, hasta el punto de entregarles nuestra conducta tratándolas como si fueran creencias. De otro modo, no apreciaríamos el ser “consecuente con sus ideas” como algo especialmente heroico.

No puede negarse, sin embargo, que nos es normal regir nuestro comportamiento conforme a muchas “verdades científicas”. Sin considerarlo heroico, nos vacunamos, ejercitamos usos, empleamos instrumentos que, en rigor, nos parecen peligrosos y cuya seguridad no tiene más garantía que la de la ciencia. La explicación es muy sencilla y sirve, de paso, para aclarar al lector algunas dificultades con que habrá tropezado desde el comienzo de este ensayo. Se trata simplemente de recordarle que entre las creencias del hombre actual es una de las más importantes su creencia en la “razón”, en la inteligencia. No precisemos ahora las modificaciones que en estos últimos años ha experimentado esa creencia. Sean las que fueren, es indiscutible que lo esencial de esa creencia subsiste, es decir, que el hombre continúa contando con la eficiencia de su intelecto como una de las realidades que hay, que integran su vida. Pero téngase la serenidad de reparar que una cosa es fe en la inteligencia y otra creer en las ideas determinadas que esa inteligencia fragua. En ninguna de estas ideas se cree con fe directa. Nuestra creencia se refiere a la cosa, inteligencia, así en general, y esa fe no es una idea sobre la inteligencia. Compárese la precisión de esa fe en la inteligencia con la imprecisa idea que casi todas las gentes tienen de la inteligencia. Además, como ésta corrige sin cesar sus concepciones y a la verdad de ayer sustituye la de hoy, si nuestra fe en la inteligencia consistiese en creer directamente en las ideas, el cambio de éstas traería consigo la pérdida de fe en la inteligencia. Ahora bien, pasa. todo lo contrario. Nuestra fe en la razón ha aguantado imperturbable los cambios más escandalosos de sus teorías, inclusive los cambios profundos de la teoría sobre qué es la razón misma. Estos últimos han influido, sin duda, en la forma de esa fe, pero esta fe seguía actuando impertérrita bajo una u otra forma.

He aquí un ejemplo espléndido de lo que deberá, sobre todo, interesar a la historia cuando se resuelva verdaderamente a ser ciencia, la ciencia del hombre. En vez de ocuparse sólo en hacer la “historia” -es decir, en catalogar la sucesión- de las ideas sobre la razón desde Descartes a la fecha, procurará definir con precisión cómo era la fe en la razón que efectivamente operaba en cada época y cuáles eran sus consecuencias para la vida. Pues es evidente que el argumento del drama en que la vida consiste es distinto si se está en la creencia de que un Dios omnipotente y benévolo existe que si se está en la creencia contraria. Y también es distinta la vida, aunque la diferencia sea menor, de quien cree en la capacidad absoluta de la razón para descubrir la realidad, como se creía a fines del siglo XVII en Francia, y quien cree, como los positivistas de 1860, que la razón es por esencia conocimiento relativo.

Un estudio como éste nos permitiría ver con claridad la modificación sufrida por nuestra fe en la razón durante los últimos veinte años, y ello derramaría sorprendente luz sobre casi todas las cosas extrañas que acontecen en nuestro tiempo.

Pero ahora no me urgía otra cosa sino hacer que el lector cayese en la cuenta de cuál es nuestra relación con las ideas, con el mundo intelectual. Esta relación no es de fe en ellas: las cosas que nuestros pensamientos, que las teorías nos proponen, no nos son realidad, sino precisamente y sólo… ideas.

Mas no entenderá bien el lector lo que algo nos es, cuando nos es sólo idea y no realidad, si no le invito a que repare en su actitud frente a lo que se llama “fantasías, imaginaciones”. Pero el mundo de la fantasía, de la imaginación, es la poesía. Bien, no me arredro; por el contrario, a esto quería llegar. Para hacerse bien cargo de lo que nos son las ideas, de su papel primario en la vida, es preciso tener el valor de acercar la ciencia a la poesía mucho más de lo que hasta aquí se ha osado. Yo diría, si después de todo lo enunciado se me quiere comprender bien, que la ciencia está mucho más cerca de la poesía que de la realidad, que su función en el organismo de nuestra vida se parece mucho a la del arte. Sin duda, en comparación con una novela, la ciencia parece la realidad misma. Pero en comparación con la realidad auténtica se advierte lo que la ciencia tiene de novela, de fantasía, de construcción mental, de edificio imaginario.

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El amor es un eterno “insatisfecho”. Filosofía del “amor”

Nada hay tan fecundo en nuestra vida íntima como el sentimiento amoroso; tanto, que viene a ser el símbolo de toda fecundidad. Del amor nacen, pues, en el sujeto muchas cosas: deseos, pensamientos, voliciones, actos; pero todo esto que del amor nace como la cosecha de una simiente, no es el amor mismo; antes bien, presupone la existencia de éste.

Aquello que amamos, claro está que, en algún sentido y forma, lo deseamos también; pero, en cambio, deseamos notoriamente muchas cosas que no amamos, respecto a las cuales somos indiferentes en el plano sentimental. Desear un buen vino no es amarlo; el morfinómano desea la droga al propio tiempo que la odia por su nociva acción.

Pero hay otra razón más rigorosa y delicada para separar amor y deseo. Desear algo es, en definitiva, tendencia a la posesión de ese algo; donde posesión significa, de una u otra manera, que el objeto entre en nuestra órbita y venga como a formar parte de nosotros. Por esta razón, el deseo muere automáticamente cuando se logra: fenece al satisfacerse. El amor, en cambio, es un eterno insatisfecho.

El deseo tiene un carácter pasivo y en rigor lo que deseo al desear es que el objeto venga a mí. Soy centro de gravitación, donde espero que las cosas vengan a caer. Viceversa: en el amor todo es actividad, según veremos. Y en lugar de consistir en que el objeto venga a mí, soy yo quien va al objeto y estoy en él. En el acto amoroso, la persona sale fuera de sí: es tal vez el máximo ensayo que la naturaleza hace para que cada cual salga de sí mismo hacia otra cosa. No ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella.

San Agustín, uno de los hombres que más hondamente han pensado sobre el amor, tal vez el temperamento más gigantescamente erótico que ha existido, consigue a veces librarse de esta interpretación que hace del amor un deseo o apetito. Así dice en lírica expansión: «Mi amor es mi peso; por él voy dondequiera que voy». Amor es gravitación hacia lo amado.

Spinoza intentó rectificar este error, y eludiendo los apetitos busca al sentimiento amoroso y de odio una base emotiva; según él sería amor la alegría unida al conocimiento de su causa; odio, en cambio, la tristeza unida al conocimiento de su agente. Amar algo o alguien sería simplemente estar alegre y darse cuenta, a la par, de que la alegría nos llega de ese algo o alguien. De nuevo hallamos aquí confundido el amor con sus posibles consecuencias. ¿Quién duda que el amante puede recibir alegría de lo amado?

Pero no es menos cierto que el amor es a veces triste, triste como la muerte, tormento soberano y mortal. Es más: el verdadero amor se percibe mejor a sí mismo y, por decirlo asi, se mide y calcula así propio en el dolor y sufrimiento de que es capaz. La mujer enamorada prefiere las angustias que el hombre amado le origina a la indolora indiferencia.

En las cartas de Mariana Alcoforado, la monja portuguesa, se leen frases como estas, dirigidas a su infiel seductor: «Os agradezco desde el fondo de mi corazón la desesperación que me causáis, y detesto la tranquilidad en que vivía antes de conoceros». «Veo claramente cual sería el remedio a todos mis males, y me sentiría al punto libre de ellos si os dejase de amar. Pero ¡qué remedio!, no, prefiero sufrir a olvidaros. ¡Ay! ¿Por ventura depende esto de mi? No puedo reprocharme haber deseado un solo instante no amaros y al cabo sois más digno e compasión que yo, y más vale sufrir todo lo que yo sufro que gozar de los lánguidos placeres que os proporcionan vuestras amadas de Francia». La primera carta termina: «Adios; amadme siempre y hacedme sufrir aún mayores males». Y dos siglos más tarde, la señorita de Lespinasse: «Os amos como hay que amar: con desesperación».

Spinoza no miró bien: amar no es alegría. El que ama a la patria, tal vez muere por ella, y el mártir sucumbe de amor. Viceversa, hay odios que gozan de sí mismos, que se embriagan jocundamente con el mal sobrevenido al odiado. Puesto que estas ilustres definiciones no nos satisfacen, más vale que ensayemos directamente describir el acto amoroso, filiándolo, como hace el entomólogo con un insecto captado en la espesura.

Espero que los lectores aman o han amado algo o alguien, y pueden ahora prender su sentimiento por las alas traslúcidas y mantenerlo fijo ante la mirada interior. Yo voy a ir enumerando los caracteres más generales, más abstractos de esa abeja estremecida que se sabe de miel y punzada. Los lectores juzgarán si mis fórmulas se ajustan o no a lo que ven dentro de sí.

En el modo de comenzar se parece, ciertamente, el amor al deseo, porque su objeto – cosa o persona- lo excita. El alma se siente irritada, delicadamente herida en un punto por una estimulación que del objeto llega hasta ella. Tal estímulo tiene, pues, una dirección centrípeta: del objeto viene a nosotros. Pero el acto amoroso no comienza sino después de esa excitación; mejor, incitación. Por el poro que ha abierto la flecha incitante del objeto brota el amor y se dirige activamente a este; camina, pues en sentido inverso a la incitación y a todo deseo. Va del amante a lo amado –de mi al otro- en dirección centrífuga.

Este carácter de hallarse síquicamente en movimiento, en ruta hacia un objeto; el estar de continuo marchando íntimamente de nuestro ser al del prójimo es esencial al amor y al odio. Ya veremos en que se diferencian ambos. No se trata, sin embargo, de que nos movamos físicamente hacia lo amado, que procuremos la aproximación y convivencia externa. Todos estos actos exteriores nacen, ciertamente, del amor como efectos de él, pero no nos interesan para su definición, y debemos eliminarlos por completo del ensayo que ahora hacemos. Todas mis palabras han de referirse al acto amoroso en su intimidad psíquica como proceso en el alma. No se puede ir al Dios que se ama con las piernas del cuerpo, y no obstante, amarle es estar yendo hacia Él.

En el amar abandonamos la quietud y asiento dentro de nosotros y emigramos virtualmente hacia el objeto. Y ese constante estar emigrando es estar amando. Porque –se habrá reparado- el acto de pensar y el de voluntad son instantáneos. Tardaremos más o menos en prepararlos, pero su ejecución no dura: acontece en un abrir y cerrar de ojos; son actos puntuales. Entiendo una frase, si la entiendo, de un golpe y en un instante. En cambio el amor se prologa en el tiempo, no se ama en serie de instantes súbitos, de puntos que se encienden y apagan como la chispa de la magneto, sino que se está amando lo amado con continuidad.

Esto determina una nueva nota del sentimiento que analizamos: el amor es una fluencia, un chorro de materia anímica, un fluido que mana con continuidad como de una fuente. Podríamos decir, buscando expresiones metafóricas que destaquen en la intuición denominen el carácter a que me refiero ahora, podíamos decir que el amor no es un disparo, sino una emanación continuada, una irradiación psíquica que del amante va a lo amado. No es un golpe único, sino una corriente.

Ortega, Estudios sobre el amor




José Ortega y Gasset: El filósofo de la «tercera vía»

Se ha dicho que la historia de la filosofía Occidental no es más que una serie de notas a pie de página de las obras de Platón y Aristóteles. Y, ciertamente, maestro y discípulo inauguraron dos líneas de pensamiento alrededor de las cuales, con infinidad de matices, han ido pivotando las ideas centrales de los grandes pensadores de todas las épocas.

José Ortega y Gasset (1883-1955)

Platón, que a su vez, fue discípulo de Sócrates, influyó en las corrientes filosóficas que enfatizaron en el carácter idealista o subjetivista de la realidad. Es decir, aquellas que propugnan que el mundo es una elaboración racional de la mente y que no hay que fiarse mucho de los datos de los sentidos porque son engañosos. Aristóteles puso en cuestión ese planteamiento afirmando todo lo contrario: que es precisamente experimentando, a partir de nuestros sentidos, como se adquiere el conocimiento. De esta manera inauguró el pensamiento de carácter empírico o materialista.

La filosofía Occidental no es más que una serie de notas a pie de página de las obras de Platón y AristótelesHaz click para twittear

Así, la historia de la ciencia, de la filosofía política, de la ética, del pensamiento en general, ha sido una constante dialéctica entre ambas posiciones. De este modo, los materialistas tildaban de absolutistas a los idealistas por amoldar la realidad «a priori», a cómo ésta «debería ser» y no como verdaderamente «es». Mientras, los idealistas, argüían que, en un mundo tan variable, nunca podemos saber a qué atenernos, pues no puede haber un conocimiento definitivo si solamente atendemos a los hechos que observamos. Esto es una caricatura de un proceso histórico fructífero y complejo.

Ortega con Einstein en Toledo

Pero no pensemos que estamos hablando solamente de una tarea intelectual como la historia de la filosofía, de una cosa que hacen los intelectuales observando y reflexionando sobre el mundo en que viven. Al contrario, la filosofía es una actividad humana, algo que hacen individuos concretos que piensan sobre la realidad pero no pueden sustraerse de ella. Es decir, como todo lo humano es histórico y social, está condicionada por la época en que se vive. Aunque no seamos «especialistas», en mayor o menor medida todos somos filósofos porque en algún momento nos preguntamos por el sentido de la vida, por el amor, por el funcionamiento del mundo, de las relaciones interpersonales… Y, en términos generales, también adoptamos una u otra posición. Algunos tenemos una tendencia más idealista, pensamos más en «cómo deberían ser» las cosas y, a lo mejor, intentamos cambiarlas, mientras que otros somos más realistas, vemos las cosas «como son» y, a lo mejor, tratamos de aceptarlas. Y también aquí suele haber debate.

Idealismo y materialismo son dos caras de una misma moneda llamada «Razón»Haz click para twittear

Como vemos, esas dos concepciones están muy arraigadas en la vida occidental. Sin embargo, hay quienes ven las cosas de otro modo. No ha faltado a lo largo de la historia personajes que han apostado por una «tercera vía». Mejor dicho, algunos han comprendido que idealismo y materialismo son dos caras de una misma moneda llamada «Razón». Hemos visto que el descubrimiento del poder de la razón tuvo lugar en la antigua Grecia. Debió ser una experiencia muy potente (casi mística) el reconocimiento de la «propia-capacidad-de-razonar» como forma de explicar el mundo. El acto de dar razón de algo sin apelar a la tradición. Seguramente, Tales de Mileto fue un personaje muy extravagante o los pitagóricos que convirtieron a las matemáticas en una religión, por no hablar del propio Sócrates. Tal fuerza tuvo el descubrimiento de la Razón como herramienta para explicar y modelar el mundo que se convirtió en el nuevo Dios desbancando a la propia religión cristiana. Y esto tuvo sus consecuencias cuando se comprobó que se le había atribuido a la Razón más «poder mágico» del que realmente tenía.

Entre los postores de esa «tercera vía» se encuentra uno de nuestros principales pensadores: José Ortega y Gasset.

Ortega y Gasset nació en el seno de una familia acomodada de Madrid en 1883. Tras doctorarse en Filosofía estudió en Alemania donde se embutió en el neokantismo y el pensamiento racionalista. En 1910 ganó por oposición su cátedra de Metafísica en la Universidad Central (actual Complutense de Madrid). En 1914 publicó su primer libro Meditaciones del Quijote y en 1923 fundó la Revista de Occidente.

Ya a partir de 1910 se crea La Escuela de Madrid inspirada en su pensamiento que se gesta en el seno de la generación del 14. Algunos de sus discípulos más renombrados son: Julián Marias, Maria Zambrano o Jose Luis Aranguren. Se casó con Rosa Spottorno y tuvo dos hijos.

Ortega fue un personaje comprometido con su tiempo y ciertamente polémicoHaz click para twittear

Durante la II República fue diputado por la Agrupación de Intelectuales al servicio de la República de la que se retiró en 1931 tras discordar con el cariz que estaban tomando los acontecimientos en un discurso en que pronunció su famoso: «No es ésto, no es ésto». Durante la guerra civil se exilió de España viviendo en París, Holanda, Buenos Aires y finalmente en Lisboa a partir de 1942. Desde 1945 pudo visitar España pero no recuperó su cátedra universitaria. Fundo el Instituto de Humanidades donde pudo impartir sus lecciones hasta su muerte en 1955.

Ortega y Gary Cooper en Aspen

De esta sucinta biografía podemos extraer la idea de que Ortega fue un personaje comprometido con su tiempo y ciertamente polémico. Podríamos calificarlo de Filósofo práctico en el sentido fuerte del término. Y como a toda acción corresponde una reacción podemos llevarnos alguna sorpresa al observar a algunos de sus críticos. Efectivamente, un sector de la intelectualidad (podríamos decir de tipo «idealista») no le perdonó que buena parte de su obra fuese publicada en artículos periodísticos en un lenguaje accesible al lego en la materia y es que, para Ortega, «la claridad es la cortesía del filósofo» (¿Qué es filosofía?) mientras que otro sector, digamos, materialista, lo tacha de elitista y oclófobo. Y esta situación en la que dos opuestos acusan, justo de lo contrario, a un tercero, se produce cuando este tercero no acaba de tener buen encaje (porque, seguramente, representa algo nuevo, que contiene elementos de los anteriores, pero los supera).

Y no puede ser de otro modo pues el pensamiento de Ortega sintetiza magistralmente esos dos aspectos de un paradigma que ha entrado en crisis y que tiene que ser superado. Y, para ello, no hay que hacer otra cosa que devolver a la Razón al casillero que le corresponde. El pensamiento racional, científico-técnico, surgido de la Ilustración del s. XIX parecía poder elevar a la humanidad a un progreso ilimitado, sin embargo, bien pronto se demostró un fiasco y, lejos de conducir a la humanidad a altas cotas de bienestar, generó enorme dolor y sufrimiento en los pueblos. ¿Es que la ciencia y la tecnología son algo malo? En absoluto. Pero se les atribuyó una capacidad que no les correspondía. Y todavía hoy se le tiene demasiada expectativa.

El raciovitalismo de Ortega no trata de desacreditar el conocimiento racional, sino que pretende hacer ver la condición de su actividad como instrumento al servicio de la vidaHaz click para twittear

Ortega pudo observar este proceso con detenimiento y predecir certeramente el futuro de los acontecimientos. Era necesario revisar el quehacer humano a partir de una concepción del ser humano clara y precisa que no es otra que la propia vida. Pero no la vida en general, como concepto abstracto, sino la vida concreta, la de Fulano o Mengano. Es lo que llamará el plano de la «realidad radical». «Nosotros, pues, al partir de la vida humana como realidad radical, saltamos más allá de la milenaria disputa entre idealistas y realistas y nos, encontramos con que son en la vida igualmente reales, no menos primariamente el uno, que el otro –Hombre y Mundo. El Mundo es la maraña de asuntos o importancias en que el Hombre está quiera o no, enredado, y el Hombre es el ser que, quiera o no, se halla consignado a nadar en ese mar de asuntos y obligado sin remedio a que todo eso le importe.» (El hombre y la gente). Ese mar en el que estamos obligados a nadar sin remedio se nos presenta como un conjunto de posibilidades entre las que, necesariamente, tenemos que elegir sobre la base, hoy diríamos, de la «cultura» en que nos ha tocado vivir. Todo esto se sintetiza en la gran intuición orteguiana, y base de toda su filosofía, recogida en su primer libro: «Yo soy yo y mi circunstancia y, si no la salvo a ella, no me salvo yo» (Meditaciones del Quijote)

El raciovitalismo de Ortega no trata de desacreditar el conocimiento racional, sino que pretende hacer ver la condición de su actividad como instrumento al servicio de la vida. Esto también está relacionado con su concepción perspectivista de la realidad que apunta a una percepción intersubjetiva de la verdad superadora del puro subjetivismo. Por decirlo en otras palabras. Una misma cosa se puede ver desde diferentes ángulos, tantos como personas miran el objeto. Esto significa que tenemos que aprender a ponernos en el punto de vista de los demás para ampliar nuestra propia perspectiva en un necesario discurso constructivo que nos pueda llevar a algún tipo de consenso. Y esto es así porque en Ortega predomina el futuro como tiempo primordial de la conciencia, como proyecto vital que guía nuestra vida dando sentido a nuestras acciones. Ortega fue una de esas «cabezas claras» que supo analizar la época que le tocó vivir y vislumbrar la dirección que debíamos dar a los acontecimientos si queríamos dar a la historia el giro que nos situara a la “altura de los tiempos” venideros. Todavía estamos a tiempo.




Inteligencia no es curiosidad sino extrañamiento

Si vemos que alguien no es ni siquiera curioso, pensaremos, por fuerza que no es inteligente; menos aún, que carece de vitalidad. Vivir es un verbo muy extraño. Por una parte, significa el peculiar modo de existencia que lleva el organismo individual. Éste es un trozo de realidad acotado y aparte de las demás cosas. Vida es siempre realidad propia y exclusiva de alguien, es vida mía, o tuya o suya. Es lo que pasa dentro de mí, en los límites de mi cuerpo y mi conciencia.

Pero si observamos qué es lo que pasa dentro de nosotros, qué es nuestro vivir, advertiremos que consiste siempre en un ocuparnos con las cosas en torno, con el mundo en derredor: vivir es ver, oír, pensar en esto o en lo otro, amar y odiar a los demás, desear uno u otro objeto. De donde resulta que vivir es, a la vez, estar dentro de sí y salir fuera de sí; es precisamente un movimiento constante desde un dentro –la intimidad reclusa del organismo- hacia un fuera, el Mundo. Pero al llegar a ser ese “fuera”, por ejemplo, aun paisaje cuando lo vemos, lo que hemos hecho es meterlo dentro de nosotros, nos lo hemos tragado. Por tanto, desde fuera hemos vuelto adentro, trayéndonos en las garras botín cósmico. En consecuencia, vivir es un maravilloso circular que va de dentro afuera y desde fuera otra vez adentro. Vivir es un verbo, a la par, transitivo y reflexivo: vivirse a sí mismo en cuanto vivimos las cosas.

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Para que la vitalidad sea completa y sana es menester que ese movimiento se cumpla enérgicamente en su doble dirección. No sólo salir de sí las cosas, sino traerse luego éstas, apoderarse de ellas, internarlas, entrañárselas. El que sólo es curioso no hace más que lo primero: todo le llama la atención. Ya es algo. Comienza a vivir. Sale de sí. Pero si todo le llama la atención, no podrá fijarse en nada. Apenas llega a una cosa, ya otra estará reclamándole. Lo curioso de la cosa curiosa es simplemente su novedad, y como ésta se pierde en el primer contacto con el objeto, la curiosidad no hace más que resbalar por las cosas sin adueñarse de ellas, sin volver a la persona con la nueva riqueza.

El curioso no vuelve a sí, no tiene fuerza para resistir a la llamada que le hacen las circunstancias, se pierde en ellas, se enajena y anula. Para apoderarse de las cosas es menester entrañárselas, y para esto es menester fijarse bien en ellas, y para fijarse bien en algo es menester extrañarse. El curioso no puede extrañarse de nada, porque le atrae la novedad de la cosa y nada más. No le atrae la cosa misma. La curiosidad es la vitalidad mínima, es su forma frívola. Alma sin densidad, la del curioso gravita a merced del panorama que le rodea.

La plena vitalidad del espíritu consiste, pues, en ser curioso de problemas.Haz click para twittear

En cambio, el espíritu plenamente vital no es curioso. No sale de sí mismo sin más ni más: no vive, por decirlo así, en la calle. Es menester que haya algún serio motivo para abandonar su íntima reclusión, que la cosa ofrezca interés por sí misma, que obligue a fijarse en ella. Pero sólo podemos fijarnos en lo que nos extraña. Y ver algo extraño significa sencillamente que descubrimos un problema. La diferencia esencial entre la “cosa curiosa” y la “cosa extraña” es que aquella tiene novedad y ésta contiene un problema. El problema propone a la mente una tarea, un trabajo, y en ese esfuerzo sobre el objeto nos afirmamos frente a él, nos hacemos dueños de él, nos lo entrañamos.

La plena vitalidad del espíritu consiste, pues, en ser curioso de problemas.




¿Cuándo hay crisis sustantiva de una cultura?

La cultura, rigorosamente hablando, es el sistema de convicciones últimas sobre la vida; es lo que se cree con postrera y radical fe sobre el mundo. Esta fe puede ser científica o no, religiosa o sin Dios. La cuestión es que el hombre vea ante sí, con evidencia decisiva, la arquitectura de su mundo. Porque vivir es tratar con un contorno, afanarse en él, esperar de él y temer de él. Si ese contorno hacia el cuál vive se desdibuja por completo, si carece de puntos cardinales en que orientarse, si llega el hombre en su última sinceridad a no saber lo que es posible y lo que es imposible, no puede vivir auténticamente. Como no hay más razón para que haga una cosa que para hacer la contraria se acostumbrará a vivir provisionalmente. ¿No es dramática esta situación? Porque cada cual tiene sólo una vida, y si resulta que de esa vida va a hacer una cosa provisional.


Hay crisis cultural sustantiva cuando el hombre se queda sin mundo en que vivir; es decir, en que realizar definitivamente su vida, que es para él lo único definitivo. Mundo es la arquitectura del contorno, la unidad de lo que nos rodea, el programa último de lo que es posible e imposible en la vida, debido y prohibido.

La educación agnóstica del siglo pasado debilitó el afán nativo en el hombre de buscar lo “definitivo”, los puntos cardinales para la existencia, y se habituó la mente a moverse entre penultimidades, que al ser sólo esto carecen de necesidad y se presentan como meras cosas plausibles que se pueden tomar o dejar o canjear entre sí. Ejemplo máximo: la ciencia física. Es ella, sin duda, admirable; pero como no resuelve los últimos problemas ni fundamenta el último sentido de sí misma, es perfectamente razonable que un hombre se desentienda de ella. Lo mismo la técnica. El automóvil es un aparato magnífico para ir de prisa de aquí a Socuéllamos. Pero, señor, ¡si yo no tengo nada que hacer en Socuéllamos!

Hay crisis cultural sustantiva cuando el hombre se queda sin mundo en que vivir; es decir, en que realizar definitivamente su vida, que es para él lo único definitivo.Haz click para twittear

Siempre falta a nuestra cultura ese último garfio por el cual agarre inexorablemente nuestra adhesión. Una cultura –como las ha habido- de que el hombre no puede desentenderse porque esta fundida con su existencia individual es lo que llamo una cultura con raíces, hincada en el hombre, autóctona.

La moderna, al consistir en cosas plausibles y admirables, pero no necesarias e ineludibles, forma una mitología o pluralidad de dioses secundarios, todos convenientes y canjeables, pero ninguno necesario. Solo el plano de la ultimidad coloca en su sitio al otro: al de las penultimidades. Sólo cuando el hombre de hoy sienta el afán absoluto de ir a algún sitio tendrá verdadero sentido el automóvil.

Una vida sin “mundo”, es decir, sin un contorno definitivo, sin tierra firme en que acontecer, es una vida falsa, sin raíces ni autoctonía.

Necesidad del buen radicalismo, del “cardinalismo”

No somos el cuerpo que ha perdido su sombra, sino la sombra que ha perdido su cuerpo.

Todo ello terminará en que el hombre volverá a desear frenéticamente… un mundo.




Conciencia, objeto y las tres distancias de este

El centauro y la quimera, seres fantásticos, son más que unas nadas, son algo, y algo perfectamente delimitable y susceptible de clara descripción. Sería una ingenuidad, disfrazada de extrema sabiduría que se nos saliera al encuentro con la objeción de que el centauro y la quimera no son, en realidad, más que imágenes o representaciones nuestras. De suerte que el centauro, en realidad no es centauro, sino imagen subjetiva y la quimera, en realidad, no más que representación. ¿Qué salimos ganando con esta prudente advertencia?

Por José Ortega y Gasset, El Espectador I

Por imagen y por representación no entendemos sino modos, estados o situaciones de nuestra conciencia, en que, de una cierta manera, nos es presente, o cuasi presente, una cosa. Dicho de otro modo: la imagen –realidad psíquica- es imagen de algo; en ella, con ella o por ella imaginamos algo, y ese algo, a quien sobreviene ser imaginado o representado, no es a su vez una imagen, no es una realidad psíquica. Mientras hablo ahora hay tantas imágenes o realidades psíquicas cuantos somos los presentes y entre tanto, todas ellas son imágenes de una única y misma cosa: el centauro. Cada cual lo imaginará a su modo, como cada cual, desde el sitio que ocupa, ve de distinto modo esta una, misma y única habitación. Venimos, pues, a parar, tras esta sabiduría, al mismo sitio donde estábamos: el centauro no es un ser real –lo real de él es la imagen o trozo real de nuestra alma en que lo imaginamos: él es un ser imaginado, un ser fantástico o de la fantasía.

Mas con esto, lejos de desterrarlo del ámbito del ser, lo que hacemos es afincarlo en él, marcándole un barrio donde habite. La cosa, que es real lo es por ocupar un espacio real y un tiempo real; pero la realidad de este espacio, de este tiempo y de su rosa no quiere decir, no significa, por lo pronto, otra cosa sino el carácter de inmediata sensualidad que le es propio. La rosa es real porque es un ser visible y tangible, porque es un ser perceptible o de percepción. Del mismo modo, el centauro es un ser fantástico o de fantasía. Percepción y fantasía no son, pues, sino modos diversos de llegar nosotros al ser. Y como los sonidos no se ven, ni los colores se oyen, sin que por ello padezcan en su calidad de realidades, así percepción y fantasía no hacen más que calificar a los seres, a las cosas.

Con haber, por decirlo así, asegurado la vida al centauro, hemos ganado también algo: hemos purificado nuestra noción vulgar, vital, práctica del ser: Realidad, cosas y ser perceptible eran sinónimos para el pensar habitual. Y, a la vez, constituían todo el ser. Ahora, al advertir que hay un ser irreal e imperceptible, tenemos que reformar la terminología usadera. Vamos a dejar la palabra «cosa» significando lo que significaba –lo capaz de ser percibido. Pero necesitamos un término que exprese fijamente eso que tienen de común el ser real y el ser irreal. Y eso que tienen de común no es más que esto: constituir la meta de nuestra conciencia, ser lo que en los múltiples modos de esta le es consciente, ser aquello a que nos referimos cuando vemos, imaginamos, concebimos, juzgamos, queremos o sentimos.

No logro, según parece –sólo entre pareceres nos movemos ahora- sorprender a mi conciencia nunca sin que no sólo este ocupada por algo suyo: una percepción, una imagen, un juicio, una volición, un sentimiento, sino que se está ocupando de algo que no es ella misma: toda visión es visión de algo; toda imagen, algo imagina; en todo juicio juzgo algo, y, además de esto; juzgo de o sobre algo; mi querer o no querer es querer o no querer algo; mi sentimiento de agrado o desagrado mana sobre mí, pero cuando viniendo de algo, que es lo agradable o desagradable. Diríase que donde quiera y como quiera que exista eso que llamo conciencia, lo encuentro siempre constituido por dos elementos: una actitud o acto de un sujeto y un algo al cual se dirige ese acto. Aquel acto puede ser de muchas especies: puede ser ese acto que llamamos ver, o bien un fantasear, o bien un simple entender; puede ser un querer –y puede ser un sentirse afectado o conmovido.

En todos los casos, se trata de maneras diversas de andar afanado con algo, con algo que tiene el carácter esencial de presentarse como otra cosa distinta de los actos del sujeto. Nada tan diferente de mi ver como lo visto; de mi oír, como lo oído; de mi entender, como lo entendido. Lo que ama el amante es la mujer aquella, morena tal vez y sevillana –pero su amor, su acto amoroso no es de tez ninguna, ni siquiera andaluz. A lo mejor, el amante resulta ser vasco. Más aún, cuando hablo de algo como inteligible o impensable, nadie pretende que aquello a que me refiero sea en nada parecido a mi entender o a mi pensar.

Por lo visto, esa cosa que llamamos conciencia es la más rara que hay en el universo, pues tal y como se nos presenta parece consistir en la conjunción, complexión o íntima perfecta unión de dos cosas totalmente distintas: mi acto de referirme a, y aquello a que me refiero. Y nótese bien toda la gravedad del caso: no es que nosotros reconozcamos o descubramos la absoluta diferencia entre ambas cosas, sino que el hecho de conciencia consiste en que yo hallo ante mí algo como distinto y otro que yo. Esta mesa no es mi conciencia a buen seguro, mi conciencia ahora ese «estar ante la mesa»; por tanto, la unidad inseparable de dos elementos tan absolutamente divergentes entre sí como son, por un lado ese «estar ante mi», por otro, la mesa.

Esa cosa llamada conciencia es la más rara que hay en el universo, pues tal y como se nos presenta parece consistir en la conjunción, complexión o íntima perfecta unión de dos cosas totalmente distintas: mi acto de referirme a, y aquello a que me refieroHaz click para twittear

De un lado, pues, reservemos de toda esa variedad de actos de conciencia –ver, oír, pensar, mentar, juzgar, querer, afectarse- sólo lo que tienen de última nota común; su carácter de referirse siempre a algo más allá de ellos. Por otra parte, de todas las cosas que pueden ser ese algo, término de esa referencia, quedémonos sólo con esa su función genérica, idéntica en todas ellas, de ser lo que el acto subjetivo encuentra frente a sí, opuesto a sí, como su más allá. A eso que es lo menos que una cosa puede ser, lo que, por lo visto, están forzadas a ser o poder ser todas las cosas, llamémoslo: lo «contrapuesto», lo que está enfrente de mí y de mi acto. En latín contraponer, oponerse, se dice “objicere”: su sustantivo verbal es “objectum”. Y ahora podemos troquelar nuestra humilde, pero importante conquista terminológica diciendo: objeto es todo aquello a que cabe referirse de un modo o de otro. Y viceversa: conciencia es referencia a un objeto.

Todo objeto, por ejemplo, el Monasterio de El Escorial, puede hallarse como a tres distancias diferentes del sujeto, quiero decir, puede aparecer o estar ante mí en tres formas distintas.

Primera: cuando hallándome en El Escorial veo el Monasterio, éste está conmigo en una relación de presencia. Es él mismo quien hallo ante mí. Tenemos, pues, la mínima distancia, la forma de presencia.

Segunda: cuando miro un grabado del Monasterio, no es él mismo quien está ante mí, sino que está ante mí un trozo de papel impreso. Pero como el grabado presente representa el Monasterio, claro es que éste también está ante mí; me estoy, al través del grabado, refiriendo a él y él se cierne en algún modo ante mi percatación. Pero si analizo cómo está ante mí ahora en comparación con su manera de estar en presencia, encuentro que ahora está como ausente y que de él tengo sólo presente su imagen. Tenemos, pues, una segunda distancia, y la forma de ausencia. Si quieren ustedes otro ejemplo de ello más claro, búsquenlo en ese modo de conciencia que llamamos recuerdo; lo recordado es siempre un pasado, al recordarlo no lo hago presente, lo cual sería absurdo, sino que -¡ahí está lo extraño del recuerdo!- está ante mí como ausente, como pasado. La ausencia, pues, no es un carácter negativo, sino un carácter fenomenal, inmediato, tan positivo como la pura presencia e inconfundible con ella. No es simplemente un no estar, sino un positivo estar ausente y un estar sólo representado.

La reminiscencia y la imagen pertenecen a esa forma de conciencia sobre la cual no se ha conseguido hacer un estudio detallado, aunque esté prometido desde hace años por varios fenomenólogos. En este curso tendré ocasión de exponer a ustedes mis investigaciones sobre él. Me ha interesado sumamente porque es ni más ni menos que el plano en que se dan todas las artes plásticas, y no será posible en serio una estética mientras no nos tomemos el trabajo openosísimo de poner en claro qué es eso de conciencia de imagen. Todo cuadro, toda escultura es una imagen y en toda imagen se compenetran dos objetos: uno presente, los pigmentos y las líneas o el volumen de mármol; otro ausente, a saber, lo que el pigmento y el mármol representan. Y ni uno ni otro, aislados, son la obra bella, sino el uno con el otro, en esencia mutación y pareja indisoluble.

Tercera distancia: parece que, además de la presencia y de la ausencia, no puede haber otra situación del objeto ante nosotros. Sin embargo, aquél de entre ustedes que no haya visto jamás el Monasterio ni mirado alguna estampa de él, nos ha entendido cuando hablamos de este objeto. Si sólo entendiéramos lo que hemos visto o imaginado, yo creo que no nos entenderíamos nunca, porque lo visto e imaginado es por sí mismo intransferible. La transferencia se hace por medio de signos o palabras.

Error considerable fuera confundir el entender con el conocer. Cuando yo digo ahora «cálculo infinitesimal» me entienden aquellos de ustedes que no conocen el cálculo infinitesimal. Pero se me dirá: rigorosamente algo conozco de él. Cuando entiendo la palabra «cálculo infinitesimal», me digo interiormente: una disciplina o parte de la matemática. Entender aquella palabra es sustituirla yo por estas otras. A esta observación tan discreta como obvia ocurre, al punto, oponer lo siguiente: si, en efecto, la palabra «cálculo infinitesimal» pudiera sustituirse sin resto por estas otras «una parte de la matemática» y en esta sustitución consistiera la inteligencia de la palabra, su entenderla, no se columbra la utilidad de que existan muchas palabras, pues reduciéndose cada una a otra, con una sola nos bastaría. Mas, en fin, pudiera ocurrir que en nosotros se diera esta grave falta de economía.

Pero lo grave es que la palabra cálculo infinitesimal no queda en rigor sustituida por estas otras «una parte de la matemática», ni por doscientas más. La geometría proyectiva es también «una parte de la matemática», y, sin embargo, no es el cálculo infinitesimal. Al objeto «cálculo infinitesimal» entendemos, desde leugo, que trata de una parte que no es cualquiera, sino justamente esa única, inconfundible, que podíamos llamar H y que usualmente llamamos «cálculo infinitesimal».

Lo propio ocurre al que no conoce el Monasterio de El Escorial. Sabe de otros monasterios y sabe que hay un pueblo así llamado en la provincia de Madrid; pero ahí está lo peregrino, que al oírnos entiende que nosotros no nos referimos a esos monasterios por él vistos, sino justamente a otro determinado, único, exclusivo, individual, que es precisamente el que él no ha visto.

La inteligencia de las palabras nos ofrece, en consecuencia, un ejemplo de una clase de fenómenos conscientes en que nos sorprendemos en trato con un objeto sin saber de él nada, sin tenerlo presente, y sin siquiera algún trozo o representante, emblema o imagen de él. Para reconocer la belleza sin par de Dulcinea pedían los mercaderes un retrato siquiera del tamaño de un grano de trigo. Para reconocerlo querían antes conocerlo, y hacían muy bien. Mas acaso Don Quijote quería menos, acaso quería sólo que lo entendieran, que entendieran sus palabras y el afán de su espíritu.

Parece, en efecto, irritante este fenómeno, y como los mercaderes, los llamados positivistas y los sensualistas de la psicología se enfurecen ante él, porque no se amolda dócilmente a sus teorías. Pues ¿cómo es posible que andemos en trato de conciencia con algo, que nos demos cuenta de algo sin tener nada de él, sin que algo de él sea «contenido de nuestra conciencia»? ¡Terrible vocablo éste: «contenido de la conciencia», que hasta ahora no he usado yo y que ahora nos sale por vez primera puesto en boca ajena! Ya nos la habremos con él en mejor ocasión y veremos cómo de él viene casi toda la esterilidad de la psicología al uso.

Convengamos en que es irritante el fenómeno de que ahora tratamos: si yo estuviese puesto al frente del Universo, por hacer buena obra a las teorías sensualistas de la vida consciente yo lo suprimiría de raíz. Pero mientras esto no acontece no tendremos más remedio que preferir la evidencia de este fenómeno incomprendido a las teorías problemáticas, para las cuales resulta hasta ahora incomprensible. Puede que, como Homero opinaba, Aquiles y Héctor no hubieron de nacer sino para que Homero los cantase, pero es indudable que los fenómenos no se han hecho para las teorías, sino éstas para aquellos.

Por mi parte podría anticipar con la natural inexactitud que traen consigo las fórmulas harto breves, podría anticipar el elfa y el omega de mis convicciones lógicas o metodológicas diciendo: positivismo absoluto contra parcial positivismo. Deducciones, teorías, sistemas son verdad si cuanto en ellas y ellos se dice ha sido tomado por visión directa de los objetos mismos, de los fenómenos mismos.

Yo no veo ahora ni acierto a representarme «el número que contiene todos los números», «la estrella más lejana de la tierra», «la ameba primera que existió»; pero sí veo, y porque lo veo sé, que ahora entiendo esos nombres y que con ellos me refiero a ciertos objetos únicos e inconfundibles, los cuales no están presentes ante mí, ni siquiera como ausentes me son representados, sino que ellos se me ofrecen precisamente y sólo como objetos a que yo me refiero, sin más. Tenemos, pues, sobre presencia y ausencia, el modo de «referencia» en que en mí no hay del objeto sino «mi referencia a él». Para esta extraña forma de relación con los objetos –extraña si se mide con las teorías usadas; pero, según veremos, la más frecuente en nuestra conciencia-, ceo yo que debiéramos elevar de nuevo a la dignidad de “vox” téc«nica nuestra usual palabra: mentar y mención. «Mentar algo a uno» parece no aludir forzosamente a que veamos o imaginemos lo «mentado o mencionado», sino que su sentido también admite, por lo menos no excluye, que el objeto se halle ante nosotros de un modo más lejano o sutil.

Convendremos, pues, en aprovecharnos de esta vaga amplitud que en el lenguaje espontáneo tiene esa palabra, limitándola a sólo lo que percibir y representar excluyen. Y así llamaremos a los actos en que nos es dada la presencia de un objeto, percepciones o presentaciones o imaginaciones; a los actos donde nos es dado en el modo de alusión o referencia, menciones.




Enseñanza raciovitalista para niños

Estas recomendaciones, publicadas en 1928 como introducción a un libro de texto bajo el título “Para los niños españoles”, resultan de una gran vigencia. Ortega invita a los niños a que aprendan a distinguir entre los hombres y a no hacer caso de lo que la gente opina

 

La vida de una sociedad depende de que sus individuos sepan bien distinguir entre los hombres y no confundan jamás al tonto con el inteligente, al bueno con el malo.

Porque los españoles que ahora forman nuestra sociedad no saben distinguir entre hombres y, acaso de buena fe, creen que son inteligentes los que son más necios, que son buenos los que son más farsantes.

Y en tanto los mejores, los que verdaderamente valen son poco conocidos, nadie les hace caso o, tal vez, se les combate en todas formas.

El porvenir de España depende enteramente de vosotros los niños españoles. Y dentro de vosotros, niños españoles, depende enteramente de que aprendáis o no aprendáis una cosa. ¿Sabéis cuál? Esto que habéis de aprender y cultivar en vosotros exquisitamente, niños españoles, es lo que en mayor grado faltaba a nuestros padres y nuestros abuelos. ¿Sabéis qué es? ¡Ah!, una cosa que parece muy sencilla. Esta: distinguir entre personas.

No ignoráis que con el ejercicio y el adiestramiento consigue el hombre perfeccionar incalculablemente su capacidad de distinguir.

La vida de una sociedad depende de que sus individuos sepan bien distinguir entre los hombres y no confundan jamás al tonto con el inteligente, al bueno con el malo.Haz click para twittear

El pintor llega a notar la diferencia entre colores que a los demás parecen iguales. El músico distingue las más leves divergencias entre los sonidos. Para el que es catador de vinos, como lo fue el padre de Sancho Panza, no hay dos vinos iguales. La palabra “sabio” significó en un principio el que distingue de sabores. Pues bien, la vida de una sociedad y más aún la de un pueblo depende de que sus individuos sepan bien distinguir entre los hombres y no confundan jamás al tonto con el inteligente, al bueno con el malo.

Mirad: a la hora en que escribo esto para vosotros hay en España, desgraciadamente, muy pocos hombres inteligentes y de corazón delicado. Solo esos hombres puros, espirituales, profundos y nobles podrían mejorar a la patria. Pero no logran que se les atienda.

Porque los españoles que ahora forman nuestra sociedad no saben distinguir entre hombres y, acaso de buena fe, creen que son inteligentes los que son más necios, que son buenos los que son más farsantes.

Ya sabéis que hay enfermos de la visión los cuales ven grises los objetos azules. Una cosa parecida nos acontece hoy a los españoles: padecemos una perversión del juicio sobre personas. Se juzga inteligentes a esos vanos charladores que llaman “políticos”. Se cree que es buen poeta, buen novelista, buen profesor el que más lugares comunes dice, el que mejor halaga al público repitiendo las tonterías que este pensaba veinte años hace. Y en tanto los mejores, los que verdaderamente valen son poco conocidos, nadie les hace caso o, tal vez, se les combate en todas formas.

¿Veis cuán importante sería que vosotros llegaseis a la madurez con una exquisita sensibilidad para distinguir entre el valer verdadero y el falso? A este fin yo os recomendaría, entre otras, cuatro reglas o criterios:

No hagáis nunca caso de lo que la gente opina. La gente es toda una muchedumbre que os rodea -en vuestra casa, en la escuela, en la Universidad, en la tertulia de amigos, en el Parlamento, en el círculo, en los periódicos. Fijaos y advertiréis que esa gente no sabe nunca por qué dice lo que dice, no prueba sus opiniones, juzga por pasión, no por razón.

Consecuencia de la anterior. No os dejéis jamás contagiar por la opinión ajena. Procurad convenceros, huid de contagios. El alma que piensa, siente y quiere por contagio es un alma vil, sin vigor propio.

Decir de un hombre que tiene verdadero valor moral o intelectual es una misma cosa con decir que en su modo de sentir o de pensar se ha elevado sobre el sentir y el pensar vulgares. Por esto es más difícil de comprender y, además, lo que dice y hace choca con lo habitual. De antemano, pues, sabemos que lo más valioso tendrá que parecernos, al primer momento, extraño, difícil, insólito y hasta enojoso.

En toda lucha de ideas o de sentimientos, cuando veáis que de una parte combaten muchos y de otra pocos, sospechad que la razón está en estos últimos. Noblemente prestad vuestro auxilio a los que son menos contra los que son más.




El ocaso de las revoluciones, el surgimiento del espíritu de la no violencia

Toda lucha, toda aspiración es la superación de condiciones opresoras. En todas las épocas hay tendencias positivas y negativas: no solo es querer ciertas cosas, sino también es no querer otras.

Por Susana Lucero – API Pressenza

Se suele llamar revolución a todo movimiento colectivo en que se emplea la lucha y la violencia contra un poder establecido, pero ese es un ejemplo muy impreciso, se necesita más definición. No todo proceso de violencia contra el poder público es revolución, ni es violento. Lo definiríamos como un cambio súbito y profundo que implica la ruptura del modelo anterior y el surgimiento de uno nuevo. En el que una parte de una sociedad se rebela contra lo establecido, contra sus gobernantes y los sustituye violentamente por otros, le llamaríamos en los pueblos americanos “convulsiones”; en cambio sí llamaríamos “revolución” al proceso inglés del siglo XVI, a las cuatro francesas del XVII y XIX, y en general al periodo comprendido entre 1750 y 1900 en Europa, al que Auguste Compte llamó etapa “revolucionaria”.

La revolución no es la barricada, sino un estado del espíritu, y no se produce en cualquier tiempo sino que tiene su momento. Si estudiáramos los grandes ciclos históricos como el del ámbito heleno, romano o europeo, veríamos que en un momento se inicia toda una era “revolucionaria” que dura siglos y se acaba definitivamente, produciendo la mayor transformación en la historia humana desde los remotos tiempos, en que los hombres inventaron la escritura, la ciudad y el Estado.

La revolución no es la barricada, sino un estado del espíritu, y no se produce en cualquier tiempo sino que tiene su momento.Haz click para twittear

Al revisar sus resultados a la larga, no fue el triunfo del hombre, de la libertad e igualdad, sino fue el triunfo del “capital”, de la clase media, o la sociedad “burguesa”, no de una economía moderna, sino de una parte del mundo (Europa y una parte de Norteamérica). Así como el hombre medieval se rebeló contra los abusos de los señores, el revolucionario se rebela contra los usos. Después de Danton se dijo que la revolución estaba hecha en las cabezas antes que comenzara en las calles.

Todas las revoluciones pasan por tres estados, surgen desde un espíritu tradicional, pasan a un espíritu racionalista y de éste al alma desilusionada. Según Ortega, la Edad Medía entraría en Edad tradicionalista, la Moderna en la Edad Racionalista y la edad que arranca en el Siglo XX en adelante es la del Alma Desilusionada, y ésta tiene un aire de desencanto místico y supersticioso, ha olvidado el imperativo de libertad, pero cuando descubre el registro de pérdida es cuando se despierta a un nuevo tipo de lucha, donde la violencia no es el tópico común, la lucha se abre y es contestataria, y no- violenta, es ahí donde surgen las nuevas generaciones, con un nuevo modelo de revolución profundo que implica la ruptura de los modelos anteriores y el surgimiento de algo nuevo.

Las “nuevas” revoluciones sociales conducen a transformaciones profundas de toda la estructura social, económica y política. También de las creencias profundas que se van modificando y proclaman “Nada por encima del ser humano y ningún ser humano por debajo del otro”. Esta mirada humanista que pone el tema de la no- violencia en todos los campos, es el paso de la prehistoria a una plena historia humana. Parte del ser humano y de sus necesidades inmediatas, y en su lucha por un mundo mejor cree descubrir una intención que mueve a la Historia en dirección progresista, pone esa fe o ese descubrimiento al servicio del ser humano.

Los humanistas plantean el problema de fondo: saber si se quiere vivir y decidir en qué condiciones hacerlo.

Todas las formas de violencia física, económica, racial, religiosa, sexual e ideológica, repugnan a los humanistas, no son violentos, pero por sobre todo no son cobardes ni temen enfrentar a la violencia porque su acción tiene sentido.

Estas “revoluciones de la no- violencia” corresponden al espíritu de los nuevos tiempos, en el que se está gestando una nueva etapa histórica, y si se mantiene esa tendencia será mundial, tal vez la primera desde los comienzos de la humanidad.

En síntesis y contra todo lo que pudiera parecer, el siglo XX mostró que se puede gobernar contra el pueblo por algún tiempo, y contra una parte del pueblo todo el tiempo, pero no contra todo el pueblo todo el tiempo, aunque esto no sirve de consuelo a las minorías oprimidas permanentemente y universalmente.

Si la humanidad puede resolver o no los problemas que se enfrenta, será en base a una nueva mirada y gracias a su intencionalidad.




Ortega: “Un hecho humano no es nunca un puro pasar y acaecer”

Los historiadores para exonerarse de discutir con los filósofos suelen repetir la frase escrita por uno de sus mayores capitanes, por Leopoldo de Ranke, quien a las discusiones de su tiempo sobre la forma de la ciencia histórica opuso, con aire de quien corta malhumorado un nudo gordiano, estas palabras: “La historia se propone averiguar cómo efectivamente han pasado las cosas“. Esta frase parece entendida a primera vista, pero habida cuenta de las polémicas que la inspiraron, tiene un significado bastante estúpido.

¡Lo que ha pasado! ¡Lo que ha ocurrido o sido! ¿Cómo? ¿Por ventura se ocupa la historia de los eclipses que han ocurrido? Evidentemente, no. La frase es elíptica. Se supone que en la historia se trata de lo que ha pasado, ocurrido, acaecido al hombre. Pero esto es lo que precisamente con todo respeto para Ranke, a quien creo uno de los más formidables constructores de historia, me parece un poco estúpido. Porque se quiere decir con ello que al hombre le pasan muchas cosas, infinitas cosas y que esas cosas que el pasan en el sentido de una teja que cae sobre un transeúnte y lo desnuca. En este pasar, el hombre no tendría otro papel que el de un frontón sobre el cual caen los fortuitos pelotazos de un extrínseco destino. La historia no tendría otra misión que tomar nota de esos pelotazos uno a uno. La historia sería puro y absoluto empirismo. El pasado humano sería una radical discontinuidad de hechos sueltos sin estructura, ley ni forma.

Pero es evidente que todo lo que al hombre acontece y pasa, le pasa y acontece dentro de su vida y se convierte ipso facto en un hecho de vida humana, es decir, que el verdadero ser, la realidad de ese hecho no es lo que éste como suceso bruto, aislado y por sí parezca tener, sino lo que signifique en la vida de ese hombre. Un mismo hecho material tiene las realidades más diversas inserto en vidas humanas diferentes. La teja que desciende es la salvación para el transeúnte desesperado y anónimo o es una catástrofe de importancia universal cuando tropieza con la nuca de un creador de imperio, de un genio joven.

Un hecho humano no es, pues, nunca un puro pasar y acaecer –es función de toda vida humana individual o colectiva, pertenece a un organismo de hechos donde cada cual tiene su papel dinámico y activo. En rigor al hombre lo único que le pasa es vivir, todo lo demás es interior a su vida, provoca en ella reacciones, tiene en ella un valor y un significado. La realidad, pues, del hecho no está en él, sino en la unidad indivisa de cada vida.

De suerte que si, siguiendo a Ranke, queremos que la historia consista en averiguar cómo propiamente, efectivamente, han pasado las cosas, no tenemos más remedio que recurrir de cada hecho bruto al sistema orgánico, unitario de la vida a quien el hecho pasó, que vivió el hecho.

Tan es así que el historiador no puede ni siquiera leer una sola frase de un documento sin referirla, para entenderla, a la vida integral del autor del documento. La historia, en su primera labor, en la más elemental, es ya hermenéutica, que quiere decir interpretación, interpretación que quiere decir inclusión de todo hecho suelto en la estructura orgánica de una vida, de un sistema vital.

A la luz de esta advertencia, bien obvia por cierto, la historia deja de ser la simple averiguación de lo que ha pasado y se convierte en otra cosa un poco más complicada –en la investigación de cómo han sido las vidas humanas en cuanto tales. Conste, pues, no lo que ha pasado a los hombres- ya que, según hemos visto, lo que a alguien le pasa sólo se puede conocer cuando se sabe cuál fue su vida en totalidad.

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Pero al topar la historia con la muchedumbre de las vidas humanas se encuentra en la misma situación que Galileo ante los cuerpos que se mueven. Se mueven tantos y de tan diversos modos, que en vano podremos averiguar de ellos lo que sea el movimiento. Si el movimiento no tiene una estructura esencial y siempre idéntica de que los movimientos singulares de los cuerpos son meras variaciones y modificaciones, la física es imposible. Por eso Galileo no tiene más remedio que comenzar por constituir el esquema de todo movimiento. En los que luego observe, ese esquema tendrá que cumplirse siempre, y gracias a ese esquema sabemos qué y por qué se diferencian unos de otros los movimientos efectivos. Es preciso que el humo ascendente de la chimenea aldeana y en la piedra que cae de una torre exista bajo aspectos contradictorios una misma realidad, esto es, que el humo suba precisamente por las mismas causas que la piedra baja.

Pues bien, tampoco es posible la historia, la investigación de las vidas humanas si la fauna variadísima de éstas no oculta una estructura esencial idéntica, en suma, si la vida humana no es, en el fondo, la misma en el siglo X antes de Cristo que en el X después de Cristo, entre los caldeos de Ur y en el Versalles de Luis XV.

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El caso es que todo historiador se acerca a los datos, a los hechos llevando ya en su mente, dese o no cuenta de ello, una idea más o menos precisa de lo que es la vida humana, esto es, de cuáles son las necesidades, las posibilidades y la línea general de comportamiento característicos del hombre. Delante de tal noticia que un documento le proporciona se detendrá diciendo: esto no es verosímil, es decir, esto no puede pasar a un hombre, la vida humana excluye como imposibles ciertos tipos de comportamiento. Pero no sólo esto: llega a más. Declara como inverosímiles ciertos actos de un hombre no porque en absoluto lo sean, sino porque contradicen excesivamente otros datos de la vida de ese hombre. Y entonces dice: esto es inverosímil en un hombre del siglo X, aunque sería muy natural en un hombre del siglo XIX. ¿No advierten ustedes cómo el historiador más enemigo de la filosofía decreta la realidad o irrealidad de un hecho sometiéndolo, como a una instancia suprema, a al idea que él tiene de una vida humana como totalidad y organismo?

Lo que yo pido a los historiadores no es más sino que tomen en serio eso mismo que hacen, que de hecho practican y en vez de construir la historia sin darse cuenta de lo que hacen se preocupen de construirla deliberadamente, partiendo de una idea más rigorosa de la estructura general que tiene nuestra vida y que actúa idéntica en todos los lugares y en todos los tiempos.

Extraído del libro En torno a Galileo

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La impronta literaria de Ortega y Gasset

Quienes redactamos estas líneas hemos escuchado que Ortega y Gasset fue un plasta. Quizá sean personas que hablan a humo de pajas, desconocedoras incluso de El espectador, donde anotamos el Ortega más literario, nada plasta y desde luego cortés, queremos decir claro. Nos referimos a una frase del inolvidable madrileño que nos complace, aquella en que quiso destacar que en la claridad reside la cortesía del filósofo. Y añadimos que la brillantez expositiva se afirma en muchos autores en menoscabo de la necesaria claridad, pero no en Ortega.

Por Julio Aguilar

Esa cortesía no ha sido compañera de algunos grandes pensadores. Recordemos, por ejemplo, a Hegel. No obstante, también tenemos otros que han aunado profundidad y amenidad. Tal el caso de Schopenhauer, y así es que hayamos leído en Parábolas y aforismos que el de Danzig es uno de los filósofos más conocidos fuera del ámbito de los especialistas.

Muy al contrario de la opinión de quienes piensan que Ortega fue un plasta, afirmamos que agavilló pensamiento y literatura, siendo dueño de una plasticidad inalcanzable incluso para la mayoría de los que escriben en renglones partidos, un filósofo que elevó el idioma castellano al éter de la mano de su alado verbo, regalado de esplendentes metáforas. Quien quiera puede seguir esta faceta literaria en sus reflexiones sobre Castilla, región imán para tantos intelectuales españoles, al punto de reservarle una oreada y encalada estancia en sus obras. Así que no podía faltar el filósofo, el ensayista de la pulcra y originalísima prosa, que nos ha regalado páginas eternales sobre ella.

En El Espectador, excelente recopilación de ensayos, aflora su temperamento. Sus gráciles pinceladas tienen, no obstante, lecho firme, berroqueño, substantivo (dos palabras que tanto le gustaban). El estilo de alta nota que traza su pluma no es hojarasca encubridora de banal pensamiento, sino parte indisoluble del mismo. Así que su impronta literaria obra el milagro de que el lector no especializado no le huya, temeroso de caer en una lectura abstrusa.

Sus notas de viajero (antítesis del turista) por los caminos de aquella Castilla tan pobre como austera a la fuerza del primer cuarto del siglo XX nos inundan con su bocanada de aire puro, nos transportan a la atmósfera nítida de las mañanas, cuando al renovarse el día el andarín se dispone a retomar su jornada, ora andando, ora a lomos de mula, tras “embeberse” en los tragos de aquella agua fresca tomada del búcaro o del botijo, naturales e insuperados reguladores térmicos.

El joven Ortega queda sobrecogido: “¡Esta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!… ¿Habrá algo más pobre en el mundo?”. Una pobreza material sobre la que cabalga la riqueza espiritual, manifestada en un librillo perdurable:

Pero esta tierra que hoy podría comprarse por treinta dineros, […] ha producido un poema (el Mío Cid) que allá en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, no podrá pagarse con todo el oro del mundo.

Los restos de luna en la alborada se le hacen “una manchita de leche sobre el haz terso del cielo, una de esas fresas blancas que traen de nacimiento algunas muchachas en su pecho”. ¿No es esto poesía?

En España invertebrada sus apuntes castellanos adquieren otra tonalidad. Los toques descriptivos no guarnecen las ideas, que fluyen ahora desnudas. Castilla, como Roma, ha sabido mandar, Castilla, como Roma, ha sido ajena a la sutileza ateniense, pero representa el genio imperativo, ha encarnado la vocación centrípeta de España, de la península toda en tiempos.

En una plástica imagen nos presenta el edificio nacional como resultado del equilibrio entre dos fuerzas contrapuestas: el peso de la techumbre y la resistencia de las pilastras. Las dos son necesarias para mantener la habitación. La fuerza centrípeta tenderá a salvaguardar el recinto, frente a la vocación disolvente de la centrífuga. No obstante, también esta última, la centrífuga, es precisa para que la aglutinante (centrípeta) no caiga en la molicie: “Basta con que la fuerza central, escultora de la nación (Roma en el Imperio, Castilla en España, la Isla de Francia en Francia), amengüe, para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos”. ¡Qué aguda actualidad pueden cobrar unas palabras casi centenarias! ¿Hemos de explicarnos? Creemos que no.

Ortega escruta el cuerpo inerte del pasado. Previene ante un tradicionalismo estático que lastra la nación. Él ama el pasado, pero matiza: “Los tradicionalistas, en cambio, no lo aman: quieren que no sea pasado, sino presente”.

He ahí la clave del arco, ya que hablamos del “edificio nacional”: tradicionalismo dinámico sí, porque los saltos sin red son desastrosos y, añadamos, propios de pueblos sin solera. Pero no contemplación morbosa del pasado. De ahí que la argamasa de la nación repose en su célebre “proyecto sugestivo de vida en común”y no en el regodeo en la reliquia, por venerable que sea.

No queremos terminar sin citar unas palabras de Gregorio Marañón sobre Ortega que recrean un paseo nocturno en un Madrid ya imposible, mientras esperaban la castiza figura del sereno, dos hombres distintos, pero enlazados por la amistad, a la que el doctor-historiador definió como el “mayor grado de parentesco”:

Una noche, hace muchos años, volvíamos Ortega y yo, que vivíamos en casas muy próximas, de una reunión solemne y complicada, y mientras paseábamos esperando a que el “sereno” nos abriera las puertas, me dijo, refiriéndose a algo que en aquella reunión acababa de suceder: “Entre nosotros cada empresa de la inteligencia es una arriesgada aventura; y al salir de casa por la mañana, hay que calarse el yelmo y embrazar el escudo como don Quijote”.

Nos quedamos con la acertada y turbadora alusión a Don Quijote que pone el doctor en boca del filósofo. Bueno sería que tuviera la virtud de hacernos recapacitar sobre si hoy sucede o no algo similar.