Antropología de las heces

En artículo anterior defendimos una tesis respecto al inicio de la sexualidad placentera como elemento de emergencia de la cultura en el ser humano. Afirmábamos que el sexo es una actividad propia de la cultura y extraíamos algunas consecuencias. Hemos recibido algunas críticas respecto a la falta de fundamentación de los argumentos utilizados. Ciertamente no pretendemos una rigurosidad científica.

 

Más bien, se intenta explicitar una concepción del ser humano que permita hacer descripciones experienciales universalmente válidas de cualquier fenómeno cultural. Y, sobre todo, que se pueda aplicar a la vida cotidiana. No en vano, este pretende ser un portal de filosofía práctica. En todo caso, si se desea ampliar información respecto a una teoría de la cultura que parte de una definición fenomenológica de la vida aconsejamos leer el libro del profesor Javier San Martín: Teoría de la cultura.

Una primera dificultad estriba en aclarar de qué hablamos cuando decimos “cultura”. Se dice, por ejemplo, que una persona tiene cultura o es inculta. También la cortesía, el saber comportarse puede ser un reflejo de “culto”. Están las instituciones culturales, como los museos, los teatros, la política cultural, etc. Esta vendría a ser una acepción externa, objetivada, de la cultura.

En antropología, se define a la cultura, como todo comportamiento humano transmitido socialmente, incluyendo instituciones, costumbres, creencias, etc. Este es un punto de vista más profundo que el anterior pues todo ser humano está inmerso en una cultura por el hecho de ser social.

Todo fenómeno cultural, para la antropología, tiene un contexto étnico, relativo a cada grupo o pueblo, de manera que hay que cuidarse de no imponer el propio patrón cultural a la hora de observar otras culturas.

Este relativismo cultural es interesante si lo aplicamos a nuestra cultura occidental, muy avezada en esto de imponer paisajes y arrasar con todo pensamiento que difiera de sus prejuicios o intereses. Pero, resulta problemático invocar al “relativismo cultural” para justificar comportamientos inhumanos porque responden a la costumbre de una determinada etnia. Entonces, la definición de cultura de la antropología cultural se nos hace insuficiente porque no es universalmente válida. Más bien acaba resultando la proyección o imposición de una “cultura” que establece, a priori, la universalidad de unos valores.

El problema está en ubicar correctamente el lugar desde donde hacemos una valoración cultural. Y este lugar no puede ser otro que el de la propia experiencia. Necesariamente hemos de profundizar en nuestra propia existencia, haciendo una suerte de deconstrucción cultural hasta llegar al mecanismo raíz de nuestra psique y verificar si ese es “lugar común” para todo ser humano. Ortega, siguiendo a Husserl, criticaba a las ciencias sociales (que se ocupan de lo humano) el olvido de ese lugar común, necesario punto de partida de cualquier investigación.

Es la intención una de las características básicas del ser humano. Podríamos especificar más y añadir que es la intención vuelta hacia sí misma, o la capacidad de “darse cuenta” del mundo y de uno mismo (autoconciencia). A diferencia de los animales, las personas tienen un “mundo interior” que les permite distinguir un “sí mismo” del resto. Esa distinción es muy importante pues permite diferir una respuesta mecánica convirtiéndola en intencional. Y esa “intencionalidad”, que se hace consciente, reflexiva, posibilita crear un significado a las cosas del mundo o construir nuevas realidades significativas (materiales o no). Estas significaciones ya no se encuentran en la naturaleza porque pertenecen al ámbito de lo estrictamente humano, son cultura.

Pero, desde un punto de vista rigurosamente filosófico no podemos aceptar una ruptura abrupta entre naturaleza y cultura. La influencia teológica nos hace pensar que el ser humano es especial porque está dotado de un alma divina. La religiosidad o experiencia de lo sagrado es un elemento cultural muy antiguo, probablemente de los albores de la humanidad. Los primeros atisbos de autoconciencia sumados al consumo de sustancias psicotrópicas pudieron constituir un cóctel experiencial que nos permitió acceder a nuevos estados de conciencia. Particularmente importante en todo esto fue el acercamiento al fuego, su posterior dominio y conservación durante miles de años hasta, por fin, lograr la capacidad de producirlo.

Estamos diciendo que hay un proceso humano, que comienza en el momento que empezamos a separarnos de lo “natural” porque le empezamos a dar significado, es decir, lo humanizamos, le damos sentido. El ser humano es creador de sentido y, en esa dación de significado nos hacemos más humanos. Creamos arte, creamos instrumentos, creamos ideas… y nos elevamos como especie, pero también creamos violencia, destrucción y sin-sentido deshumanizando al mundo, haciéndonos inhumanos. He aquí, las dos direcciones, cual apolíneo y dionisíaco, que rigen nuestra vida.

Pero este proceso que nos separa de lo natural, surge, necesariamente de la naturaleza pues no somos un bólido caído de los cielos. Por eso hablamos de emergencia de la cultura. Cuando mencionamos el funcionamiento del sexo placentero decimos que es un elemento “protocultural” acaecido hace 6 millones de años. Del mismo modo que los restos más antiguos hallados de cultura lítica son unas piedras que datan más de 3 millones de años. Anteriores a la aparición del género Homo. Estos elementos protoculturales no nos diferencian de otras especies, no nos hacen “humanos” pero son necesarios para el nacimiento de la cultura. Sin ellos no habría aparecido el ser humano.

Si en el artículo mencionado al comienzo, el tema era el sexo, con todas sus connotaciones morales e ideológicas, en éste vamos a hacer lo propio con una actividad todavía más básica. Podemos evitar tener sexo, y en ese aspecto, realzamos su condición cultural, piénsese, por ejemplo, en una práctica ascética. Pero no podemos dejar de defecar (so pena de sucumbir irremediablemente). Este es un tipo de actividad relacionada con la función nutricional del cuerpo que compartimos con el resto de animales. Pero, la diferencia, es que para nosotros también es una actividad cultural.

Defecar es una actividad fisiológica cuyo estudio se llama “escatología”. Escatológico es, también, lo relativo a la muerte y al más allá en el ámbito teológico. Esta actividad está culturalmente pautada y es aprendida desde bien pequeños. Dónde, cuándo y cómo nos aliviamos no está, en absoluto, determinado por la naturaleza.

Pero, más allá de los variados hábitos y costumbres relativos al modo y lugar de defecación en las distintas épocas y culturas, también esta necesidad corporal ha dado lugar al desarrollo de toda una ingeniería arquitectónica y técnica. Así, los primeros sistemas de conducción de los detritus fueron desarrollados hace más de 3000 años en el valle del Indo. Los romanos fueron muy avanzados en el desarrollo de sistemas de alcantarillado y los musulmanes en el uso del agua para la higiene personal.

La época europeo medieval supuso un retroceso en la gestión de residuos desde el punto de vista de la asepsia y, en las ciudades, se arrojaban por cualquier lugar. Y no faltaban profesionales que se dedicaban a la compra de caca, valorada en función de su calidad tras su catado, a la que se daba diferentes usos. Podríamos rastrear el desarrollo de las letrinas así como el arte escatológico en la pintura, el cine, la literatura, etc.

Pero vamos a lo más básico. Todo ser humano, en algún momento, debe aprender a controlar su esfínter. Esto es cultura porque no es natural y tiene, por lo tanto, un significado. No está culturalmente aceptado hacerse pis en los pantalones mientras tomamos una cerveza con un amigo, por ejemplo. Podemos enseñar también a algunos animales domésticos a no hacer sus necesidades en determinados lugares, por ejemplo, encima de la cama. En ese sentido, los humanizamos, pues generamos en ellos un comportamiento no natural.

Sin embargo, el perro doméstico, a diferencia del humano, no siente pudor y no le genera mayor problema defecar a la vista de todos. O realizar una actividad sexual, si se diera la oportunidad, en público. Y es que estos comportamientos, en el ser humano se encuentran en la esfera de la privacidad, inexistente en el reino animal. Son actividades fisiológicas con fuerte connotación social y cultural. Pertenecen al mundo de la cultura del que carece el resto de animales. Su realización pública conlleva una transgresión cultural que puede tener múltiples significados, desde una disfunción psíquica hasta una performance artística o, simplemente, morbosa o incívica. Y consecuencias mayores.

Como toda actividad aprendida, el trato con las heces puede ser olvidado. Un accidente o una enfermedad degenerativa como el alzheimer puede llevarnos a un proceso de “desaprendizaje”. En esta situación, el sistema nervioso va borrando o desactivando las grabaciones de la memoria, desde nuestros recuerdos hasta las codificaciones más básicas y profundas que hacen a la relación con nuestro propio cuerpo.