La vía introspectiva (VIII)

En el artículo anterior cerramos el ciclo comenzado en el Renacimiento y nos adentramos en el mundo contemporáneo. Ya habíamos atisbado la arqueología de la globalización creciente asentada en el desarrollo del capitalismo, de una ideología que motivó el fracaso de los ideales de la Modernidad. Describimos la decadencia de ese periodo clásico hasta, más o menos, principios del siglo XX.

Kandisky – Composición VIII – 1923

 

Y nos centramos en dos aspectos que nos parece oportuno recordar. En primer lugar, la definitiva ruptura, o el desacoplamiento, de la dimensión cognitivo-axiológica que alumbró al tipo humano occidental caracterizado por su incoherencia, es decir, por su incapacidad de hacer coincidir lo que piensa, lo que siente y lo que hace en un mismo sentido. En segundo lugar, la apertura de una dimensión espiritual como condición necesaria para el desarrollo de una nueva sensibilidad y una nueva mirada sobre el ser humano y el mundo.

Vamos a continuar el devenir de la tendencia apuntada anteriormente teniendo en cuenta las dificultades que impone el pensamiento estático como lastre de un remoto pasado del que es preciso desprenderse. Para ello, como en otras ocasiones, nos apoyaremos en un ejemplo concreto que expresa la controversia entre lo interno y lo externo del momento histórico que le toca vivir. En este caso vamos a repasar el arte abstracto de Kandisky que, desde una perspectiva estética, nos va a servir para proseguir nuestro relato.

De lo espiritual en el arte

Wassily Kandinsky (1866-1944) fue miembro de la Bauhaus desde 1922 hasta que los nazis la cerraron en 1933. Cabe reseñar que su participación coincide prácticamente con la salida de Itten y el comienzo de una etapa más asentada en la escuela. Como muchos artistas de su momento comparte la idea de que el arte debe estar a la cabeza de la renovación espiritual que se respira en el ambiente. En su caso, esta influencia deriva de la Teosofía, creada por la rusa Helena Blavatsky, un movimiento ocultista que apela a un origen común de todas las religiones, y la Antroposofía de Rudolf Steiner, una ciencia que estudia el mundo espiritual desde una perspectiva objetiva.

Kandinsky encuentra en la Antroposofía de Steiner un panorama que encaja muy bien con el suyo propio: la unión de lo ruso y lo alemán, la importancia del arte para hacer frente al desafío espiritual, la búsqueda de nuevas formas de expresión no necesariamente figurativas. Para Kandinsky, las doctrinas teosóficas y su claro rechazo al materialismo son un buen escenario para exponer un nuevo lenguaje artístico, un lenguaje que, sin representación figurativa, intenta transmitir un contenido interno y no material. (Martínez, 2011)

Vamos a concentrarnos en algunos aspectos de la concepción espiritual del arte en Kandinsky siguiendo el texto De lo espiritual en el arte y en la investigación de Julia Martínez Benito.

Kandinsky es muy consciente de la contingencia del racionalismo materialista y de todas sus tendencias en el terreno del arte, la ciencia, la ideología…:

Nuestro espíritu, que después de una larga etapa materialista se halla aún en los inicios de su despertar, posee gérmenes de desesperación, carente de fe, falto de meta y de sentido. Pero aún no ha terminado completamente la pesadilla de las tendencias materialistas que hicieron de la vida en el mundo un penoso y absurdo juego. (Kandisky, 1989)

El evidente rechazo a este pensamiento positivista tiene un componente salvacionista que mira hacia el primitivismo como fuente de inspiración en la que conectar la renovación del alma. El materialismo ha creado un muro que es necesario derribar para regresar a una espiritualidad originaria que será “tomada en préstamo” para la construcción de un alma nueva que “despertará sentimientos más sutiles que en la actualidad no tienen nombre”.

El alma del espectador está mayormente envilecida por la decadencia materialista y surge el problema de modificar ese estado de ánimo, de superar esa mirada practicista en un sentido profundo y espiritual. Es el artista de “vida compleja y sutil” quien, a través de la obra surgida de él, provocará en el público matizadas emociones imposibles de expresar con palabras. El artista, de este modo, debe cumplir la función de profeta que guía el arte y es el arte lo que transformará a la sociedad. “[…] el arte de Kandinsky pone el acento en la vida interior del hombre, en su alma. Y es capaz de guiar a la sociedad porque tiene un halo de superioridad. Según Steiner, el arte es una necesidad vital para el hombre y está destinado al sentimiento o elemento anímico.” (Martínez, 2011)

La vía introspectiva

El arte alimenta una experiencia en el interior del espectador que modifica su modo de sentir y le despierta nuevas e indescriptibles emociones que cambian su mirada respecto al mundo exterior. La obra de arte es el instrumento para impulsar la renovación del alma que dará lugar a un nuevo mundo.

«La pintura es el choque rugiente de mundos diferentes destinados a crear en su combate y por su combate el mundo nuevo que llamamos la obra. Desde el punto de vista técnico, cada obra nace exactamente como nació el cosmos…, por obra de catástrofes que, partiendo de los caóticos rugidos de los instrumentos, terminan por crear una sinfonía que es lo que se llama la música de las esferas. La creación de una obra es la creación del mundo. (Werkschöpfung ist Weltschöpfung)»

La cita anterior refleja esa dialéctica entre lo interior y lo exterior, esa tensión conflictiva entre el mundo interno: el alma, lo psíquico, y el mundo externo: lo normativo, lo social, que empieza a desequilibrarse hacia la vida interior poniendo de manifiesto una ruptura análoga a la que observábamos en el Renacimiento. Pero, si en aquel momento la libertad creativa pasaba por encima de la materialidad objetiva hasta el punto de acabar deviniendo una apate desacerbada capaz de constituir un mundo fantasmagórico, desconectado de lo real, ahora se anuncia una ruptura todavía más radical pues es la experiencia interna (lo espiritual), la propia de la vida interior, la única capacitada para crear una realidad nueva. Esto lo ampliaremos más adelante.

Kandinsky representa la vida espiritual como un triángulo agudo dividido en partes desiguales que se desplaza lentamente hacia adelante y hacia arriba. El artista que se encuentra en el ángulo superior es el profeta incomprendido en su soledad por su mayor visión respecto a aquellos que están en puntos inferiores (más anchos) del triángulo. En el movimiento del triángulo, el artista del hoy se irá desplazando al mañana según desciende a posiciones en las que su arte empieza a ser comprendido y aceptado por cada vez más gente. Es por una necesidad interior que el artista exterioriza su obra. El espíritu materializa el arte con la ayuda equilibrada de la lógica y la intuición.

Este proceso de interiorización-exteriorización requiere un camino de ascenso espiritual desde la base del triangulo, hoy ocupada por la cultura materialista, en una serie de etapas que describen diferentes tipologías espirituales: en un segundo estrato estarían los “ciegamente ateos” que basan su ateísmo en experiencias ajenas. Por encima de estos, los artistas y científicos positivistas que se atienen a una experiencia estrictamente demostrable. Más arriba los que tienen suficiente formación intelectual para conocer la trampa: “No ignoran que el científico, el político, el artista que se venera hoy, ayer no era más que un ambicioso, un charlatán o un tramposo, centro de todas las injurias e indigno de cualquier consideración.” (Kandisky, 1989). En este plano existe un miedo y una confusión que se van perfilando durante el ascenso distinguiendo a los que saben relativizar la verdad y aquéllos “capaces de ver lo que la ciencia actual aún no ha explicado.”

El ascenso continúa hasta llegar a la ciudad espiritual en ruinas por encima de la cual se encuentran “los sabios profesionales que analizan una y otra vez la materia, que no temen enfrentarse a ninguna cuestión, y que, en último término, ponen en tela de juicio la misma concepción de la materia sobre la que hasta hoy descansaba todo y en la que se basaba todo el universo”, en alusión al cambio de paradigma en las teorías científicas y al catecismo teosófico del que cita las palabras finales de Blawatsky: “en el siglo XXI la Tierra será un cielo, comparada con lo que ahora es.” Hay que considerar que en ese momento estaba emergiendo una nueva física postulada por la teoría cuántica de Plank en 1900, la teoría de la relatividad de Einstein en 1905 o el diseño de la estructura del átomo y su división en 1919 por Rutherford.

Morfología del color y sinestesia

El ascenso espiritual, el sentido del arte, es un alejamiento de lo natural que, para kandinsky, tiene su referente en la música, que considera “el arte más abstracto”. Sin embargo, la pintura, al carecer de la dimensión temporal, tiene la ventaja de concentrar en un instante todo el contenido de la obra para producir la resonancia de la imagen en el alma del espectador.

Esta resonancia es efecto de la impresión psicológica que produce lo mirado por vez primera y que, en la medida que va interiorizándose, origina conocimiento: “La fuerza psicológica del color genera una vibración anímica” que permite su traducción armónica en diferentes percepciones sensoriales. De este modo, la sinestesia define la cualidad acústica de los colores cuya armonía “debe fundarse en el principio de contacto adecuado con el alma humana, es decir, en lo que llamaremos el principio de la necesidad interior.” Kandisky parte de la base de que la percepción visual está en relación con los cinco sentidos. La evocación sensorial se logra a partir de la reducción de las forma básicas y su relación con los colores que tiene una gramática, que puede expresarse en un lenguaje visual.

Este lenguaje visual, para ser efectivo, debe ser lo más explícito posible de forma que, en toda composición en la que el elemento físico que no sea del todo imprescindible debe eliminarse o reducirse a lo abstracto: “Surge entonces la cuestión de si no sería preferible renunciar del todo a lo figurativo, desparramarlo a todos los vientos y desnudar por completo lo puramente abstracto.”

Kandinsky reconoce que toda esta teoría es muy intuitiva y todavía es prematura pero en la creación del arte verdadero, sobre todo en sus inicios, la praxis siempre va por delante dirigiendo el camino por una vía de la intuición que parte de la necesidad interior del artista: “Todos los medios son sagrados, si son interiormente necesarios, y todos son sacrílegos si no brotan de la necesidad interior.”

Creación a partir de las antinomias

Junto con la resonancia sensorial de los colores, particularmente con la música, la creación artística de Kandinsky no se sumerge en complejas matizaciones de colores sino que parte de un sencillo esquema para cada color en función de dos antimomias que los relacionan. La primera es la distinción calor/frío. La segunda es la pareja claridad/oscuridad. Esto da cuatro tonos clave para cada color.

El calor o el frío del color viene determinado por su tendencia de acercamiento o alejamiento al amarillo o al azul respectivamente, en un movimiento horizontal que tiene al espectador en su punto medio. De tal manera, los colores cálidos aproximan al espectador mientras que los fríos lo distancian. Esta antinomia dinámica tiene un valor interior empíricamente concéntrico en la medida en que cuanto más se distancia el receptor (se enfría el color, tiende al azul) más se introduce en lo espiritual mientras que el amarillo (calidez) resulta excéntrico internamente produciendo un apego al mundo físico.

La claridad u oscuridad del color es dada por su tendencia al blanco o al negro respectivamente. En este caso, el movimiento es estático constituyendo el blanco una resistencia posibilitadora y el negro una ausencia total de posibilidades como un ente mortecino: “el blanco es el color de la alegría pura y de la pureza inmaculada, y el negro el de la más profunda tristeza y símbolo de la muerte.”

Esta dinámica creativa a partir de la combinación de los cuatro tonos básicos genera distintos efectos sobre la phyque humana (a través de los sentidos) de manera que, por ejemplo, la mezcla de amarillo y azul produce el verde: “El verde absoluto es el color más tranquilo que existe: carece de dinamismo, carece de matices, ya sean de alegría, tristeza o pasión […] La pasividad es pues la característica del verde absoluto, acompañada por una especie de saturación y autocomplaciencia.” Y el equilibrio del blanco y el negro produce el gris que, al hallarse entre colores de por sí estáticos, posee una inmovilidad desconsolada, distinta de la calma del verde.

Sería muy largo inventariar el juego de antinomias que se van desplegando a partir de las características de los colores básicos. En todo caso, Kandinsky realiza una profunda investigación y una elocuente puesta en práctica de su trabajo artístico pero sus pretensiones son excesivas. Es tan profundo su rechazo al mundo físico que hace infranqueable la efectividad de su producción. Llega a afirmar: “Con el tiempo será posible comunicarse a través de medios puramente artísticos, evitando la necesidad de tomar prestadas formas del mundo externo.” También se hace comprensible, por el mismo motivo, lo fácil que puede ser la deriva de este arte al terreno de lo superfluo, lo insustancial y el lucrativo negocio.

Es incuestionable la importancia de la acción de la forma y el color en el estado anímico de las personas. Basta entrar en una catedral, por ejemplo, o en determinados edificios solemnes para percibir esa carga psicológica especial que tiene el espacio. Si ubicamos al temeroso creyente medieval en ese entorno sacro podemos comprender el enorme impacto que el lugar (y su significado) produjera en su espíritu. A efectos prácticos es muy interesante investigar ese fenómeno elaborando una reducción esencial morfológica hasta su máxima abstracción, como hace Kandinsky, pero luego, las relaciones descubiertas deben tener su camino de vuelta y repercutir en lo físico. Abstraer la experiencia sensorial y considerar que su pura representación va a cambiar el mundo es desproporcionado.

Sobre la catarsis

En las categorías estéticas repasadas en el texto de Claramonte, la catarsis hace la función de síntesis experiencial: “Así cuando nos emocionamos con un poema, una composición musical o pictórica sentimos cómo se conmueven nuestras convicciones e ideas, al tiempo que lo hacen nuestras emociones más o menos conocidas y nuestra carne misma, al decir de Merleau-Ponty.” Se trata del desenlace final de la trama de la experiencia estética que opera en tres planos distintos que, Claramonte, pone en relación con los interfacies mediadores entre estratos. Así:

  • en un orden formal la catarsis articula un nudo y un desenlace que media entre lo inorgánico y lo orgánico;
  • en un orden emocional la catarsis articula emociones básicas, de atracción o repulsión, que no requieren excesiva elaboración intelectual y que media entre lo orgánico y lo psíquico;
  • en un orden conceptual la catarsis articula el conocimiento y la configuración de los distintos elementos en una elaboración que acumula y libera tensión mediando entre lo psíquico y lo social-objetivado.

En la catarsis se da pues el cumplimiento de la experiencia estética si el desenlace final es “a la vez e indiscerniblemente formal, emocional y conceptual”. Ahora bien, en nuestro relato venimos arrastrando un desacoplamiento cada vez más acentuado que comienza en el sustrato cognitivo griego con una exaltación de la mimesis apoyada en el estrato material. Continúa con la poiesis, la capacidad de modificar o crear, que va desacerbándose hasta poner al creador en disposición de sustituir la materialidad reinante. Esta ruptura tuvo graves consecuencias axiológicas que una apate cada vez más descarada se encargó de normalizar en la configuración de una fábula de lo real, como describía Nietzsche, un relato fantasmagórico que derivará en pura demagogia hipócrita.

Todo esto acabará en desastre y obligará a la búsqueda de una nueva realidad interior, en forma de experiencia interna espiritual, que será considerada más real, más verdadera que las narrativas operantes en el mundo exterior. El desenlace catártico primaba el orden formal en el primer caso dando cuenta de la conformación del cosmos. En el segundo primará el orden emocional como desconexión emotiva. Esta desarticulación de la dimensión cognitiva y axiológica permitirá formular grandes y elocuentes declaraciones, cartas magnas, legislaciones, teorías científicas… encubridoras de las miserias de un mundo sumamente deshumanizado e injusto. (Justamente, la autonomía moderna de este periodo se hace consciente de esta ruptura construyendo su lado negativo en oposición a la “normatividad burguesa” intentando confrontar este estado de cosas. Ahí surgirán las estéticas de lo feo, o de lo abyecto… sin poder desplegar una táctica que asiente nuevas repertorialidades que disuelvan o aniquilen los procedimientos de su enemigo). Finalmente, se impondrá el orden catártico conceptual capaz de conformar una realidad interior, abstracta, inmaterial, de superior rango ontológico que el mundo físico de las cosas concretas de la vida. En el mundo del arte esto se oficializará en el Arte Conceptual.

No estamos insinuando que no sea posible la experiencia estética completa. En Kandinsky, por ejemplo, se cumple perfectamente el parámetro que nos pide Claramonte. El problema es que la experiencia estética, en este caso, empieza y termina en sí misma, por decirlo de algún modo. Prácticamente podemos afirmar que Kandinsky se lo guisa y se lo come él sólo. Lo que indicamos es que la época, el momento histórico, tiene un tono, un modo de sentir, virado en esas direcciones y el paulatino desacoplamiento experiencial influye en esa sensibilidad de trasfondo que, como modo-de-estar-en-el-mundo determina cualquier experiencia, y también la estética.

Podemos hacer otra analogía para verlo desde diferente perspectiva: La filósofa estadounidense Nancy Fraser denuncia la actual ruptura entre lo que ella llama “las políticas de redistribución” y “las políticas de reconocimiento” y critica a Judith Butler su excesiva decantación hacia lo identitario, hacia la problemática del género (Butler haría las veces de nuestro Kandinsky al caso). Esta autora, a partir de una crítica a Lacán y Lévy-Strauss, que representan un tipo de normatividad simbólica determinada y determinante del género, comienza una deconstrucción muy interesante y necesaria pero que se queda ahí, en el puro constructo abstracto rechazando toda conexión con la fisiología. Craso error.

Fraser observa este hecho y se da cuenta de sus hondas consecuencias. Al no realizar el camino de vuelta, Butler acaba produciendo justo lo contrario de lo que pretendía, es decir, sin quererlo vuelve a objetivizar el género pero ahora en un plano estrictamente conceptual-individual. En la teoría queer, como les pasaba a nuestros amigos de las filosofías de decadencia helenísticas, no faltará quien (en lamentable sintonía con el individualismo capitalista que nos gobierna) malinterprete las cosas y asuma su propio y único patrón de género frente al resto generando una división de todos contra todos. Es un tanto exagerado pero Fraser se da cuenta de la necesidad de reconciliar ambas posturas en un eje de transversalidad que aúne el problema de la mala distribución de los recursos con la falta de representación de los grupos sociales.

El tono de la época nos orienta hacia actitudes introspectivas que preconizan la propia experiencia en un contexto de fragmentación creciente. Los publicistas que tienen fino olfato para estas cosas lo tienen claro y tienden a vendernos “experiencias”: tal cerveza proporciona una experiencia de libertad, tal seguro una experiencia de seguridad… El automóvil en cuestión no es interesante por sus prestaciones técnicas, o su relación calidad-precio, sino por la experiencia de conducirlo y así siguiendo.

El resultado de todo esto es que la experiencia sustantivada conceptualmente, como flojea en el orden formal y en el orden emocional, impide obtener una experiencia estética completa y deja una sensación de desazón, de decepción, de vacío interno que debe ser ocupado por nuevas catarsis. Y como si de un quién da más se tratara ahora la Realidad Virtual y la Inteligencia Artificial nos amenazan con una experiencia interna objetivada afuera del ser humano. Una experiencia digital, conceptualizada en forma de bytes, que tiene la pretensión de sustituir lo más inherentemente humano. Un ejemplo de esto lo podemos encontrar en los postulados de la “Teoría de la Simulación” que formulan, seriamente, la posibilidad de que la mayoría de nosotros seamos creaciones computerizadas tal que Matrix. (Bostrom, 2003).

Nancy Fraser nos puede servir de ejemplo de pensadora que, con un mínimo de perspicacia y sentido común, muestra la necesidad de empezar a trazar conectivas ante tanta polarización. Esta idea de atender a las relaciones entre las cosas tiene por base un tipo de pensamiento que restablezca el juego de relativo desacoplamiento quebrado por una mirada estática atrapada en su propio objeto, encerrada en sí misma. El pensamiento relacional se corresponde con un tipo de mirada, con una forma de interpretar el mundo, que busca salir de su encierro abriéndose al mundo en un camino de ida y vuelta. En la mirada relacional la estructura sujeto-objeto forma una unidad dinámica, un sistema de relaciones, cuya tensión interna siempre debe tender hacia el equilibrio en una suerte de simultaneidad operativa que impida el completo desacoplamiento.

En el próximo artículo nos aproximaremos a la nueva concepción del ser humano que se viene modelando. También reflexionaremos sobre cómo el pensamiento relacional nos puede ayudar a superar la encrucijada histórica en que nos encontramos y, finalmente, concluiremos anotando las características propias de la dinámica interna del mundo en que vivimos asumiendo la tesis de que nos hallamos inmersos en un nuevo Renacimiento, un periodo de tránsito hacia un nuevo mundo.

 

Bibliografía

    • Bostrom, Nick. Are you living in a computer simulation? 2003
    • Claramonte, J. Estética Modal II. Ed Tecnos. Madrid, 2021
      La república de los fines. Cendeac. 2010
    • Kandinsky, W. De lo espiritual en el arte. Ed. Premia, México, 1989
    • Martínez Benito, J. Kandisnky y la abstracción: Nuevas interpretaciones. Gredos, (2011)

Serie de artículos:

El «renacimiento» griego o el origen de nuestro sustrato cultural (I)

El poema de Parménides: el comienzo del pensamiento sustantivado (II)

El Helenismo: la configuración de las actitudes de decadencia (III)

El Renacimiento histórico: la conexión griega (IV)

El Renacimiento histórico: la nueva imagen del hombre y del mundo (V)

Nicolás Maquiavelo: La normalización de la inmoralidad (VI)

La dimensión espiritual (VII)