No hay nada más opuesto a la espontaneidad biológica, al mero vivir la vida, que buscar un principio para derivar de él nuestros pensamientos y nuestros actos. La elección de un punto de vista es el acto inicial de la cultura. Por consiguiente, el imperativo de vitalismo que se eleva sobre el destino de los hombres nuevos no tiene nada que ver con el retorno a un estilo primitivo de existencia.
Se trata de un nuevo sesgo de la cultura. Se trata de consagrar la vida, que hasta ahora era solo un hecho nudo y como un azar del cosmos, haciendo de ella un principio y un derecho. Parecerá sorprendente apenas se repare en ello; mas es el caso que la vida ha elevado al rango de principio las más diversas entidades, pero no ha ensayado nunca hacer de sí misma un principio. Se ha vivido para la religión, para la ciencia, para la moral, para la economía; hasta se ha vivido para servir al fantasma del arte o del placer; lo único que no se ha intentado es vivir deliberadamente para la vida. Por fortuna, esto se ha hecho, más o menos, siempre, pero indeliberadamente, tan pronto como el hombre se daba cuenta de que lo estaba haciendo, se avergonzaba y sentía un extraño remordimiento.
Es demasiado sorprendente este fenómeno de la historia humana para que no merezca alguna meditación.
La razón por la cual elevamos a la dignidad de principio una entidad cualquiera, es que hemos descubierto en ella un valor superior. Porque nos parece que vale más que las otras cosas la preferimos y hacemos que estas le queden subordinadas. Junto a los elementos reales que componen lo que un objeto es, posee éste una serie de elementos irreales que constituyen lo que ese objeto vale. Lienzo, líneas, colores, formas son los ingredientes reales de un cuadro: belleza, armonía, gracia, sencillez son los valores de ese cuadro. Una cosa no es, pues, un valor, sino que tiene valores,es valiosa. Y esos valores que en las cosas residen son cualidades de tipo irreal. Se ven las líneas del cuadro, pero no su belleza: la belleza se «siente», se estima. El estimar es a los valores lo que el ver a los colores y el oír a los sonidos.
Cada objeto goza, por tanto, de una especie de doble existencia. Por una parte es una estructura de cualidades reales que podemos percibir; por otra es una estructura de valores que sólo se presentan a nuestra capacidad de estimar. Y lo mismo que hay una experiencia progresiva de las propiedades de las cosas –hoy descubrimos en ellas facetas, detalles que ayer no habíamos visto-, hay también una experiencia de valores, un descubrimiento sucesivo de ellos, una mayor fineza en su estimación.
Estas dos experiencias –la sensible y la estimativa- avanzan independientemente una de otra. A veces nos es perfectamente conocida una cosa en sus elementos reales, y, sin embargo, somos ciegos para sus valores. Pendiendo de las paredes, en estrados, iglesias y galerías, han permanecido durante más de dos siglos los cuadros del Greco. Sin embargo, hasta la segunda mitad de la centuria pasada no fueron descubiertos sus valores específicos. En lo que antes parecían defectos se revelaron de pronto altísimas calidades estéticas. La facultad estimativa –que nos hace «ver» los valores- es, pues, completamente distinta de la perspicacia sensible o intelectual.
Y hay genios del estimar, como los hay del pensamiento. Cuando Jesús, soportando dócilmente una bofetada, descubre la humildad, enriquece con un nuevo valor la experie cia de nuestras estimaciones. Del mismo modo, hasta Manet, nadie había reparado en el encanto que posee la trivial circunstancia de que las cosas vivan
envueltas en la vaga luminosidad del aire. Con la belleza del plen air quedó definitivamente aumentado el repertorio de los valores estéticos.
Extracto del libro: El tema de nuestro tiempo
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