Los teólogos hacen una distinción muy perspicaz y que pudiera aclararnos no pocas cosas del presente, una distinción entre la fe viva y, la fe inerte. Generalizando el asunto, yo formularía así, esta distinción: creemos en algo con fe viva cuando esa creencia nos basta para vivir, y creemos en algo con fe, muerta, con fe inerte, cuando, sin haberla abandonado, estando en ella todavía, no actúa eficazmente en nuestra vida.
La arrastramos inválida a nuestra espalda, forma aún parte de nosotros, pero yaciendo inactiva en el desván de nuestra alma. No apoyamos nuestra existencia en aquel algo creído, no brotan ya espontáneamente de esta fe las incitaciones y orientaciones para vivir. La prueba de ello es que se nos olvida a toda hora que aún creemos en eso, mientras que la fe viva es presencia permanente y activísima de la entidad en que creemos. (De aquí el fenómeno perfectamente natural que el místico llama «la presencia de Dios». También el amor vivo se distingue del amor inerte y arrastrado, en que lo amado nos es, sin síncope ni eclipse, presente. No tenemos que ir a buscarlo con la atención, sino, al revés, nos cuesta trabajo quitárnoslo de delante de los ojos íntimos. Lo cual no quiere decir que estemos siempre, ni siquiera con frecuencia, pensando en ello, sino que constantemente «contamos con ello».) Muy pronto vamos a encontrar un ejemplo de esta diferencia en la situación actual del europeo.
Durante la Edad Media había éste vivido de la revelación. Sin ella y atenido a sus nudas fuerzas, se hubiera sentido incapaz de habérselas con el contorno misterioso que le era el mundo, con los tártagos y pesadumbres de la existencia. Pero creía con fe viva que un ente todopoderoso, omniscio, le descubría de modo gratuito todo lo esencial para su vida. Podemos perseguir las vicisitudes de esta fe y asistir, casi generación tras generación, su progresiva decadencia. Es una historia melancólica. La fe viva se va desnutriendo, palideciendo, paralizándose, hasta que, por los motivos que fuere –no puedo ahora entrar en el asunto– hacia mediados del siglo XV, esa fe viva se convierte claramente en fe cansada, ineficaz, cuando no queda por completo desarraigada del alma individual. El hombre de entonces comienza a sentir que no le basta la revelación para aclararle sus relaciones con el mundo; una vez más, el hombre se siente perdido en la selva bronca del Universo, frente a la cual carece de orientación y mediador. El XV y el XVI son, por eso, dos siglos de enorme desazón, de atroz inquietud; como hoy diríamos, de crisis. De ellas salva al hombre occidental una nueva fe, una nueva creencia: la fe en la razón, en las nuove scienze. El hombre recaído renace. El Renacimiento es la inquietud parturienta de una nueva confianza fundada en la razón físico-matemática, nueva mediadora entre el hombre y el mundo.
Ortega y Gasset – Extracto del libro Historia como sistema
Historia como Sistema
Publicado por primera vez en la Colección Austral en 1935.
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