Conciencia, objeto y las tres distancias de este

Publicado en: Raciovitalismo 0

El centauro y la quimera, seres fantásticos, son más que unas nadas, son algo, y algo perfectamente delimitable y susceptible de clara descripción. Sería una ingenuidad, disfrazada de extrema sabiduría que se nos saliera al encuentro con la objeción de que el centauro y la quimera no son, en realidad, más que imágenes o representaciones nuestras. De suerte que el centauro, en realidad no es centauro, sino imagen subjetiva y la quimera, en realidad, no más que representación. ¿Qué salimos ganando con esta prudente advertencia?

Por José Ortega y Gasset, El Espectador I

Por imagen y por representación no entendemos sino modos, estados o situaciones de nuestra conciencia, en que, de una cierta manera, nos es presente, o cuasi presente, una cosa. Dicho de otro modo: la imagen –realidad psíquica- es imagen de algo; en ella, con ella o por ella imaginamos algo, y ese algo, a quien sobreviene ser imaginado o representado, no es a su vez una imagen, no es una realidad psíquica. Mientras hablo ahora hay tantas imágenes o realidades psíquicas cuantos somos los presentes y entre tanto, todas ellas son imágenes de una única y misma cosa: el centauro. Cada cual lo imaginará a su modo, como cada cual, desde el sitio que ocupa, ve de distinto modo esta una, misma y única habitación. Venimos, pues, a parar, tras esta sabiduría, al mismo sitio donde estábamos: el centauro no es un ser real –lo real de él es la imagen o trozo real de nuestra alma en que lo imaginamos: él es un ser imaginado, un ser fantástico o de la fantasía.

Mas con esto, lejos de desterrarlo del ámbito del ser, lo que hacemos es afincarlo en él, marcándole un barrio donde habite. La cosa, que es real lo es por ocupar un espacio real y un tiempo real; pero la realidad de este espacio, de este tiempo y de su rosa no quiere decir, no significa, por lo pronto, otra cosa sino el carácter de inmediata sensualidad que le es propio. La rosa es real porque es un ser visible y tangible, porque es un ser perceptible o de percepción. Del mismo modo, el centauro es un ser fantástico o de fantasía. Percepción y fantasía no son, pues, sino modos diversos de llegar nosotros al ser. Y como los sonidos no se ven, ni los colores se oyen, sin que por ello padezcan en su calidad de realidades, así percepción y fantasía no hacen más que calificar a los seres, a las cosas.

Con haber, por decirlo así, asegurado la vida al centauro, hemos ganado también algo: hemos purificado nuestra noción vulgar, vital, práctica del ser: Realidad, cosas y ser perceptible eran sinónimos para el pensar habitual. Y, a la vez, constituían todo el ser. Ahora, al advertir que hay un ser irreal e imperceptible, tenemos que reformar la terminología usadera. Vamos a dejar la palabra «cosa» significando lo que significaba –lo capaz de ser percibido. Pero necesitamos un término que exprese fijamente eso que tienen de común el ser real y el ser irreal. Y eso que tienen de común no es más que esto: constituir la meta de nuestra conciencia, ser lo que en los múltiples modos de esta le es consciente, ser aquello a que nos referimos cuando vemos, imaginamos, concebimos, juzgamos, queremos o sentimos.

No logro, según parece –sólo entre pareceres nos movemos ahora- sorprender a mi conciencia nunca sin que no sólo este ocupada por algo suyo: una percepción, una imagen, un juicio, una volición, un sentimiento, sino que se está ocupando de algo que no es ella misma: toda visión es visión de algo; toda imagen, algo imagina; en todo juicio juzgo algo, y, además de esto; juzgo de o sobre algo; mi querer o no querer es querer o no querer algo; mi sentimiento de agrado o desagrado mana sobre mí, pero cuando viniendo de algo, que es lo agradable o desagradable. Diríase que donde quiera y como quiera que exista eso que llamo conciencia, lo encuentro siempre constituido por dos elementos: una actitud o acto de un sujeto y un algo al cual se dirige ese acto. Aquel acto puede ser de muchas especies: puede ser ese acto que llamamos ver, o bien un fantasear, o bien un simple entender; puede ser un querer –y puede ser un sentirse afectado o conmovido.

En todos los casos, se trata de maneras diversas de andar afanado con algo, con algo que tiene el carácter esencial de presentarse como otra cosa distinta de los actos del sujeto. Nada tan diferente de mi ver como lo visto; de mi oír, como lo oído; de mi entender, como lo entendido. Lo que ama el amante es la mujer aquella, morena tal vez y sevillana –pero su amor, su acto amoroso no es de tez ninguna, ni siquiera andaluz. A lo mejor, el amante resulta ser vasco. Más aún, cuando hablo de algo como inteligible o impensable, nadie pretende que aquello a que me refiero sea en nada parecido a mi entender o a mi pensar.

Por lo visto, esa cosa que llamamos conciencia es la más rara que hay en el universo, pues tal y como se nos presenta parece consistir en la conjunción, complexión o íntima perfecta unión de dos cosas totalmente distintas: mi acto de referirme a, y aquello a que me refiero. Y nótese bien toda la gravedad del caso: no es que nosotros reconozcamos o descubramos la absoluta diferencia entre ambas cosas, sino que el hecho de conciencia consiste en que yo hallo ante mí algo como distinto y otro que yo. Esta mesa no es mi conciencia a buen seguro, mi conciencia ahora ese «estar ante la mesa»; por tanto, la unidad inseparable de dos elementos tan absolutamente divergentes entre sí como son, por un lado ese «estar ante mi», por otro, la mesa.

Esa cosa llamada conciencia es la más rara que hay en el universo, pues tal y como se nos presenta parece consistir en la conjunción, complexión o íntima perfecta unión de dos cosas totalmente distintas: mi acto de referirme a, y aquello a que me refieroHaz click para twittear

De un lado, pues, reservemos de toda esa variedad de actos de conciencia –ver, oír, pensar, mentar, juzgar, querer, afectarse- sólo lo que tienen de última nota común; su carácter de referirse siempre a algo más allá de ellos. Por otra parte, de todas las cosas que pueden ser ese algo, término de esa referencia, quedémonos sólo con esa su función genérica, idéntica en todas ellas, de ser lo que el acto subjetivo encuentra frente a sí, opuesto a sí, como su más allá. A eso que es lo menos que una cosa puede ser, lo que, por lo visto, están forzadas a ser o poder ser todas las cosas, llamémoslo: lo «contrapuesto», lo que está enfrente de mí y de mi acto. En latín contraponer, oponerse, se dice “objicere”: su sustantivo verbal es “objectum”. Y ahora podemos troquelar nuestra humilde, pero importante conquista terminológica diciendo: objeto es todo aquello a que cabe referirse de un modo o de otro. Y viceversa: conciencia es referencia a un objeto.

Todo objeto, por ejemplo, el Monasterio de El Escorial, puede hallarse como a tres distancias diferentes del sujeto, quiero decir, puede aparecer o estar ante mí en tres formas distintas.

Primera: cuando hallándome en El Escorial veo el Monasterio, éste está conmigo en una relación de presencia. Es él mismo quien hallo ante mí. Tenemos, pues, la mínima distancia, la forma de presencia.

Segunda: cuando miro un grabado del Monasterio, no es él mismo quien está ante mí, sino que está ante mí un trozo de papel impreso. Pero como el grabado presente representa el Monasterio, claro es que éste también está ante mí; me estoy, al través del grabado, refiriendo a él y él se cierne en algún modo ante mi percatación. Pero si analizo cómo está ante mí ahora en comparación con su manera de estar en presencia, encuentro que ahora está como ausente y que de él tengo sólo presente su imagen. Tenemos, pues, una segunda distancia, y la forma de ausencia. Si quieren ustedes otro ejemplo de ello más claro, búsquenlo en ese modo de conciencia que llamamos recuerdo; lo recordado es siempre un pasado, al recordarlo no lo hago presente, lo cual sería absurdo, sino que -¡ahí está lo extraño del recuerdo!- está ante mí como ausente, como pasado. La ausencia, pues, no es un carácter negativo, sino un carácter fenomenal, inmediato, tan positivo como la pura presencia e inconfundible con ella. No es simplemente un no estar, sino un positivo estar ausente y un estar sólo representado.

La reminiscencia y la imagen pertenecen a esa forma de conciencia sobre la cual no se ha conseguido hacer un estudio detallado, aunque esté prometido desde hace años por varios fenomenólogos. En este curso tendré ocasión de exponer a ustedes mis investigaciones sobre él. Me ha interesado sumamente porque es ni más ni menos que el plano en que se dan todas las artes plásticas, y no será posible en serio una estética mientras no nos tomemos el trabajo openosísimo de poner en claro qué es eso de conciencia de imagen. Todo cuadro, toda escultura es una imagen y en toda imagen se compenetran dos objetos: uno presente, los pigmentos y las líneas o el volumen de mármol; otro ausente, a saber, lo que el pigmento y el mármol representan. Y ni uno ni otro, aislados, son la obra bella, sino el uno con el otro, en esencia mutación y pareja indisoluble.

Tercera distancia: parece que, además de la presencia y de la ausencia, no puede haber otra situación del objeto ante nosotros. Sin embargo, aquél de entre ustedes que no haya visto jamás el Monasterio ni mirado alguna estampa de él, nos ha entendido cuando hablamos de este objeto. Si sólo entendiéramos lo que hemos visto o imaginado, yo creo que no nos entenderíamos nunca, porque lo visto e imaginado es por sí mismo intransferible. La transferencia se hace por medio de signos o palabras.

Error considerable fuera confundir el entender con el conocer. Cuando yo digo ahora «cálculo infinitesimal» me entienden aquellos de ustedes que no conocen el cálculo infinitesimal. Pero se me dirá: rigorosamente algo conozco de él. Cuando entiendo la palabra «cálculo infinitesimal», me digo interiormente: una disciplina o parte de la matemática. Entender aquella palabra es sustituirla yo por estas otras. A esta observación tan discreta como obvia ocurre, al punto, oponer lo siguiente: si, en efecto, la palabra «cálculo infinitesimal» pudiera sustituirse sin resto por estas otras «una parte de la matemática» y en esta sustitución consistiera la inteligencia de la palabra, su entenderla, no se columbra la utilidad de que existan muchas palabras, pues reduciéndose cada una a otra, con una sola nos bastaría. Mas, en fin, pudiera ocurrir que en nosotros se diera esta grave falta de economía.

Pero lo grave es que la palabra cálculo infinitesimal no queda en rigor sustituida por estas otras «una parte de la matemática», ni por doscientas más. La geometría proyectiva es también «una parte de la matemática», y, sin embargo, no es el cálculo infinitesimal. Al objeto «cálculo infinitesimal» entendemos, desde leugo, que trata de una parte que no es cualquiera, sino justamente esa única, inconfundible, que podíamos llamar H y que usualmente llamamos «cálculo infinitesimal».

Lo propio ocurre al que no conoce el Monasterio de El Escorial. Sabe de otros monasterios y sabe que hay un pueblo así llamado en la provincia de Madrid; pero ahí está lo peregrino, que al oírnos entiende que nosotros no nos referimos a esos monasterios por él vistos, sino justamente a otro determinado, único, exclusivo, individual, que es precisamente el que él no ha visto.

La inteligencia de las palabras nos ofrece, en consecuencia, un ejemplo de una clase de fenómenos conscientes en que nos sorprendemos en trato con un objeto sin saber de él nada, sin tenerlo presente, y sin siquiera algún trozo o representante, emblema o imagen de él. Para reconocer la belleza sin par de Dulcinea pedían los mercaderes un retrato siquiera del tamaño de un grano de trigo. Para reconocerlo querían antes conocerlo, y hacían muy bien. Mas acaso Don Quijote quería menos, acaso quería sólo que lo entendieran, que entendieran sus palabras y el afán de su espíritu.

Parece, en efecto, irritante este fenómeno, y como los mercaderes, los llamados positivistas y los sensualistas de la psicología se enfurecen ante él, porque no se amolda dócilmente a sus teorías. Pues ¿cómo es posible que andemos en trato de conciencia con algo, que nos demos cuenta de algo sin tener nada de él, sin que algo de él sea «contenido de nuestra conciencia»? ¡Terrible vocablo éste: «contenido de la conciencia», que hasta ahora no he usado yo y que ahora nos sale por vez primera puesto en boca ajena! Ya nos la habremos con él en mejor ocasión y veremos cómo de él viene casi toda la esterilidad de la psicología al uso.

Convengamos en que es irritante el fenómeno de que ahora tratamos: si yo estuviese puesto al frente del Universo, por hacer buena obra a las teorías sensualistas de la vida consciente yo lo suprimiría de raíz. Pero mientras esto no acontece no tendremos más remedio que preferir la evidencia de este fenómeno incomprendido a las teorías problemáticas, para las cuales resulta hasta ahora incomprensible. Puede que, como Homero opinaba, Aquiles y Héctor no hubieron de nacer sino para que Homero los cantase, pero es indudable que los fenómenos no se han hecho para las teorías, sino éstas para aquellos.

Por mi parte podría anticipar con la natural inexactitud que traen consigo las fórmulas harto breves, podría anticipar el elfa y el omega de mis convicciones lógicas o metodológicas diciendo: positivismo absoluto contra parcial positivismo. Deducciones, teorías, sistemas son verdad si cuanto en ellas y ellos se dice ha sido tomado por visión directa de los objetos mismos, de los fenómenos mismos.

Yo no veo ahora ni acierto a representarme «el número que contiene todos los números», «la estrella más lejana de la tierra», «la ameba primera que existió»; pero sí veo, y porque lo veo sé, que ahora entiendo esos nombres y que con ellos me refiero a ciertos objetos únicos e inconfundibles, los cuales no están presentes ante mí, ni siquiera como ausentes me son representados, sino que ellos se me ofrecen precisamente y sólo como objetos a que yo me refiero, sin más. Tenemos, pues, sobre presencia y ausencia, el modo de «referencia» en que en mí no hay del objeto sino «mi referencia a él». Para esta extraña forma de relación con los objetos –extraña si se mide con las teorías usadas; pero, según veremos, la más frecuente en nuestra conciencia-, ceo yo que debiéramos elevar de nuevo a la dignidad de “vox” téc«nica nuestra usual palabra: mentar y mención. «Mentar algo a uno» parece no aludir forzosamente a que veamos o imaginemos lo «mentado o mencionado», sino que su sentido también admite, por lo menos no excluye, que el objeto se halle ante nosotros de un modo más lejano o sutil.

Convendremos, pues, en aprovecharnos de esta vaga amplitud que en el lenguaje espontáneo tiene esa palabra, limitándola a sólo lo que percibir y representar excluyen. Y así llamaremos a los actos en que nos es dada la presencia de un objeto, percepciones o presentaciones o imaginaciones; a los actos donde nos es dado en el modo de alusión o referencia, menciones.

image_printImprime el texto

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.