Quienes redactamos estas líneas hemos escuchado que Ortega y Gasset fue un plasta. Quizá sean personas que hablan a humo de pajas, desconocedoras incluso de El espectador, donde anotamos el Ortega más literario, nada plasta y desde luego cortés, queremos decir claro. Nos referimos a una frase del inolvidable madrileño que nos complace, aquella en que quiso destacar que en la claridad reside la cortesía del filósofo. Y añadimos que la brillantez expositiva se afirma en muchos autores en menoscabo de la necesaria claridad, pero no en Ortega.
Por Julio Aguilar
Esa cortesía no ha sido compañera de algunos grandes pensadores. Recordemos, por ejemplo, a Hegel. No obstante, también tenemos otros que han aunado profundidad y amenidad. Tal el caso de Schopenhauer, y así es que hayamos leído en Parábolas y aforismos que el de Danzig es uno de los filósofos más conocidos fuera del ámbito de los especialistas.
Muy al contrario de la opinión de quienes piensan que Ortega fue un plasta, afirmamos que agavilló pensamiento y literatura, siendo dueño de una plasticidad inalcanzable incluso para la mayoría de los que escriben en renglones partidos, un filósofo que elevó el idioma castellano al éter de la mano de su alado verbo, regalado de esplendentes metáforas. Quien quiera puede seguir esta faceta literaria en sus reflexiones sobre Castilla, región imán para tantos intelectuales españoles, al punto de reservarle una oreada y encalada estancia en sus obras. Así que no podía faltar el filósofo, el ensayista de la pulcra y originalísima prosa, que nos ha regalado páginas eternales sobre ella.
En El Espectador, excelente recopilación de ensayos, aflora su temperamento. Sus gráciles pinceladas tienen, no obstante, lecho firme, berroqueño, substantivo (dos palabras que tanto le gustaban). El estilo de alta nota que traza su pluma no es hojarasca encubridora de banal pensamiento, sino parte indisoluble del mismo. Así que su impronta literaria obra el milagro de que el lector no especializado no le huya, temeroso de caer en una lectura abstrusa.
Sus notas de viajero (antítesis del turista) por los caminos de aquella Castilla tan pobre como austera a la fuerza del primer cuarto del siglo XX nos inundan con su bocanada de aire puro, nos transportan a la atmósfera nítida de las mañanas, cuando al renovarse el día el andarín se dispone a retomar su jornada, ora andando, ora a lomos de mula, tras «embeberse» en los tragos de aquella agua fresca tomada del búcaro o del botijo, naturales e insuperados reguladores térmicos.
El joven Ortega queda sobrecogido: «¡Esta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!… ¿Habrá algo más pobre en el mundo?». Una pobreza material sobre la que cabalga la riqueza espiritual, manifestada en un librillo perdurable:
Pero esta tierra que hoy podría comprarse por treinta dineros, […] ha producido un poema (el Mío Cid) que allá en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, no podrá pagarse con todo el oro del mundo.
Los restos de luna en la alborada se le hacen «una manchita de leche sobre el haz terso del cielo, una de esas fresas blancas que traen de nacimiento algunas muchachas en su pecho». ¿No es esto poesía?
En España invertebrada sus apuntes castellanos adquieren otra tonalidad. Los toques descriptivos no guarnecen las ideas, que fluyen ahora desnudas. Castilla, como Roma, ha sabido mandar, Castilla, como Roma, ha sido ajena a la sutileza ateniense, pero representa el genio imperativo, ha encarnado la vocación centrípeta de España, de la península toda en tiempos.
En una plástica imagen nos presenta el edificio nacional como resultado del equilibrio entre dos fuerzas contrapuestas: el peso de la techumbre y la resistencia de las pilastras. Las dos son necesarias para mantener la habitación. La fuerza centrípeta tenderá a salvaguardar el recinto, frente a la vocación disolvente de la centrífuga. No obstante, también esta última, la centrífuga, es precisa para que la aglutinante (centrípeta) no caiga en la molicie: «Basta con que la fuerza central, escultora de la nación (Roma en el Imperio, Castilla en España, la Isla de Francia en Francia), amengüe, para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos». ¡Qué aguda actualidad pueden cobrar unas palabras casi centenarias! ¿Hemos de explicarnos? Creemos que no.
Ortega escruta el cuerpo inerte del pasado. Previene ante un tradicionalismo estático que lastra la nación. Él ama el pasado, pero matiza: «Los tradicionalistas, en cambio, no lo aman: quieren que no sea pasado, sino presente».
He ahí la clave del arco, ya que hablamos del «edificio nacional»: tradicionalismo dinámico sí, porque los saltos sin red son desastrosos y, añadamos, propios de pueblos sin solera. Pero no contemplación morbosa del pasado. De ahí que la argamasa de la nación repose en su célebre «proyecto sugestivo de vida en común», y no en el regodeo en la reliquia, por venerable que sea.
No queremos terminar sin citar unas palabras de Gregorio Marañón sobre Ortega que recrean un paseo nocturno en un Madrid ya imposible, mientras esperaban la castiza figura del sereno, dos hombres distintos, pero enlazados por la amistad, a la que el doctor-historiador definió como el «mayor grado de parentesco»:
Una noche, hace muchos años, volvíamos Ortega y yo, que vivíamos en casas muy próximas, de una reunión solemne y complicada, y mientras paseábamos esperando a que el «sereno» nos abriera las puertas, me dijo, refiriéndose a algo que en aquella reunión acababa de suceder: «Entre nosotros cada empresa de la inteligencia es una arriesgada aventura; y al salir de casa por la mañana, hay que calarse el yelmo y embrazar el escudo como don Quijote».
Nos quedamos con la acertada y turbadora alusión a Don Quijote que pone el doctor en boca del filósofo. Bueno sería que tuviera la virtud de hacernos recapacitar sobre si hoy sucede o no algo similar.
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