Nada hay tan fecundo en nuestra vida íntima como el sentimiento amoroso; tanto, que viene a ser el símbolo de toda fecundidad. Del amor nacen, pues, en el sujeto muchas cosas: deseos, pensamientos, voliciones, actos; pero todo esto que del amor nace como la cosecha de una simiente, no es el amor mismo; antes bien, presupone la existencia de éste.
Aquello que amamos, claro está que, en algún sentido y forma, lo deseamos también; pero, en cambio, deseamos notoriamente muchas cosas que no amamos, respecto a las cuales somos indiferentes en el plano sentimental. Desear un buen vino no es amarlo; el morfinómano desea la droga al propio tiempo que la odia por su nociva acción.
Pero hay otra razón más rigorosa y delicada para separar amor y deseo. Desear algo es, en definitiva, tendencia a la posesión de ese algo; donde posesión significa, de una u otra manera, que el objeto entre en nuestra órbita y venga como a formar parte de nosotros. Por esta razón, el deseo muere automáticamente cuando se logra: fenece al satisfacerse. El amor, en cambio, es un eterno insatisfecho.
El deseo tiene un carácter pasivo y en rigor lo que deseo al desear es que el objeto venga a mí. Soy centro de gravitación, donde espero que las cosas vengan a caer. Viceversa: en el amor todo es actividad, según veremos. Y en lugar de consistir en que el objeto venga a mí, soy yo quien va al objeto y estoy en él. En el acto amoroso, la persona sale fuera de sí: es tal vez el máximo ensayo que la naturaleza hace para que cada cual salga de sí mismo hacia otra cosa. No ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella.
San Agustín, uno de los hombres que más hondamente han pensado sobre el amor, tal vez el temperamento más gigantescamente erótico que ha existido, consigue a veces librarse de esta interpretación que hace del amor un deseo o apetito. Así dice en lírica expansión: «Mi amor es mi peso; por él voy dondequiera que voy». Amor es gravitación hacia lo amado.
Spinoza intentó rectificar este error, y eludiendo los apetitos busca al sentimiento amoroso y de odio una base emotiva; según él sería amor la alegría unida al conocimiento de su causa; odio, en cambio, la tristeza unida al conocimiento de su agente. Amar algo o alguien sería simplemente estar alegre y darse cuenta, a la par, de que la alegría nos llega de ese algo o alguien. De nuevo hallamos aquí confundido el amor con sus posibles consecuencias. ¿Quién duda que el amante puede recibir alegría de lo amado?
Pero no es menos cierto que el amor es a veces triste, triste como la muerte, tormento soberano y mortal. Es más: el verdadero amor se percibe mejor a sí mismo y, por decirlo asi, se mide y calcula así propio en el dolor y sufrimiento de que es capaz. La mujer enamorada prefiere las angustias que el hombre amado le origina a la indolora indiferencia.
En las cartas de Mariana Alcoforado, la monja portuguesa, se leen frases como estas, dirigidas a su infiel seductor: «Os agradezco desde el fondo de mi corazón la desesperación que me causáis, y detesto la tranquilidad en que vivía antes de conoceros». «Veo claramente cual sería el remedio a todos mis males, y me sentiría al punto libre de ellos si os dejase de amar. Pero ¡qué remedio!, no, prefiero sufrir a olvidaros. ¡Ay! ¿Por ventura depende esto de mi? No puedo reprocharme haber deseado un solo instante no amaros y al cabo sois más digno e compasión que yo, y más vale sufrir todo lo que yo sufro que gozar de los lánguidos placeres que os proporcionan vuestras amadas de Francia». La primera carta termina: «Adios; amadme siempre y hacedme sufrir aún mayores males». Y dos siglos más tarde, la señorita de Lespinasse: «Os amos como hay que amar: con desesperación».
Spinoza no miró bien: amar no es alegría. El que ama a la patria, tal vez muere por ella, y el mártir sucumbe de amor. Viceversa, hay odios que gozan de sí mismos, que se embriagan jocundamente con el mal sobrevenido al odiado. Puesto que estas ilustres definiciones no nos satisfacen, más vale que ensayemos directamente describir el acto amoroso, filiándolo, como hace el entomólogo con un insecto captado en la espesura.
Espero que los lectores aman o han amado algo o alguien, y pueden ahora prender su sentimiento por las alas traslúcidas y mantenerlo fijo ante la mirada interior. Yo voy a ir enumerando los caracteres más generales, más abstractos de esa abeja estremecida que se sabe de miel y punzada. Los lectores juzgarán si mis fórmulas se ajustan o no a lo que ven dentro de sí.
En el modo de comenzar se parece, ciertamente, el amor al deseo, porque su objeto – cosa o persona- lo excita. El alma se siente irritada, delicadamente herida en un punto por una estimulación que del objeto llega hasta ella. Tal estímulo tiene, pues, una dirección centrípeta: del objeto viene a nosotros. Pero el acto amoroso no comienza sino después de esa excitación; mejor, incitación. Por el poro que ha abierto la flecha incitante del objeto brota el amor y se dirige activamente a este; camina, pues en sentido inverso a la incitación y a todo deseo. Va del amante a lo amado –de mi al otro- en dirección centrífuga.
Este carácter de hallarse síquicamente en movimiento, en ruta hacia un objeto; el estar de continuo marchando íntimamente de nuestro ser al del prójimo es esencial al amor y al odio. Ya veremos en que se diferencian ambos. No se trata, sin embargo, de que nos movamos físicamente hacia lo amado, que procuremos la aproximación y convivencia externa. Todos estos actos exteriores nacen, ciertamente, del amor como efectos de él, pero no nos interesan para su definición, y debemos eliminarlos por completo del ensayo que ahora hacemos. Todas mis palabras han de referirse al acto amoroso en su intimidad psíquica como proceso en el alma. No se puede ir al Dios que se ama con las piernas del cuerpo, y no obstante, amarle es estar yendo hacia Él.
En el amar abandonamos la quietud y asiento dentro de nosotros y emigramos virtualmente hacia el objeto. Y ese constante estar emigrando es estar amando. Porque –se habrá reparado- el acto de pensar y el de voluntad son instantáneos. Tardaremos más o menos en prepararlos, pero su ejecución no dura: acontece en un abrir y cerrar de ojos; son actos puntuales. Entiendo una frase, si la entiendo, de un golpe y en un instante. En cambio el amor se prologa en el tiempo, no se ama en serie de instantes súbitos, de puntos que se encienden y apagan como la chispa de la magneto, sino que se está amando lo amado con continuidad.
Esto determina una nueva nota del sentimiento que analizamos: el amor es una fluencia, un chorro de materia anímica, un fluido que mana con continuidad como de una fuente. Podríamos decir, buscando expresiones metafóricas que destaquen en la intuición denominen el carácter a que me refiero ahora, podíamos decir que el amor no es un disparo, sino una emanación continuada, una irradiación psíquica que del amante va a lo amado. No es un golpe único, sino una corriente.
Ortega, Estudios sobre el amor
Deja una respuesta