En artículos anteriores hemos estudiado la introducción del dualismo ontológico griego en el pensamiento occidental (el problema de la esencia y la existencia) cuya principal tesis fue incorporada por los teólogos cristianos como la subsistencia de «un mundo de esencias que fija y ordena la realidad» a partir de las versiones derivadas de Platón y Aristóteles. Para Platón, las esencias tenían existencia en un mundo aparte como modelos o formas de las cosas concretas. San Agustín dirá que ese «mundo aparte» es la mente de Dios que ilumina el mundo. Aristóteles afirmaba que esas ideas esenciales estaban en los objetos en forma de conceptos. Santo Tomás concluirá que esos conceptos están en los objetos, pero también en la mente de Dios y en nuestro conocimiento.
En el pensamiento hebreo primitivo, antes de su contacto con el mundo griego, no existía tampoco una división dualista entre cuerpo y alma (dualismo antropológico). De ahí viene la «Resurrección de los Cuerpos» como residuo de una época en la que Dios insuflaba en el hombre el «aliento de la vida» que no era un principio separado del cuerpo. Es la traducción griega de la Biblia la que introduce su propio sesgo dualista que, por difusión, acaba consolidándose.
De este modo, la visión dualista del mundo tiñe nuestra realidad y no podemos dejar de dividir lo que hay: están los buenos y los malos, lo positivo y lo negativo, lo triste y lo alegre, lo mío y lo tuyo…
Vimos cómo todo este entramado de cuestiones fue llegando al Renacimiento histórico, a través de diferentes culturas resultando fundamento e instrumento para los renacentistas en su confrontación contra la vieja concepción del mundo medieval. De esta manera se conformará una nueva imagen del ser humano, una nueva sensibilidad y un modo de relacionarse con la naturaleza y el mundo.
En De dignitate et excellentia hominis, Gianozzo Manetti, (nacido en Florencia en 1396 y fallecido en Nápoles en 1459, una de las primeras personalidades humanistas) critica la obra del diácono Lotario di Segini (más tarde, Incocencio III) titulada De miseria humanae vitae, emblema de esa mentalidad medieval que concibe la naturaleza del hombre como miserable y débil, fácil presa del vicio, del pecado y de la debilidad de la carne. «Manetti contrapone una exaltación del hombre en su totalidad de ser físico y espiritual. Pone de relieve la proporción, la armonía del organismo del hombre, la superioridad de su ingenio, la belleza de sus obras, la audacia de sus empresas.» (Puledda, 1994) Los primeros renacentistas enfatizarán en la libertad del hombre y en su capacidad creadora.
Pero el redescubrimiento de Platón y las doctrinas herméticas a partir del siglo XV dará a la imagen del hombre una dimensión religiosa y un valor cósmico. Una de las principales figuras del neoplatonismo fue Ficino que tradujo el corpus hermético con las enseñanzas de Hermes Trismegisto traído por los bizantinos y al que llegó a considerarse una figura superior a Platon. Este conjunto de doctrinas filosóficas, prácticas mágicas y alquímicas hicieron creer a Ficino en una religión natural originaria de la que habrían sido portadores las grandes figuras de la humanidad (Moisés, Zaratrusta, Orfeo, Pitágoras, Platón…).
El humanista francés Charles de Bouelles, formado en el pensamiento de Ficino y Pico, afirmará que en el ser humano residen todos los grados del ser, desde la materia inanimada hasta la racionalidad reflexiva siendo posible para el hombre quedar detenido en un grado inferior. Es por su capacidad de autoconstrucción y gracias a su virtud y su arte que puede emular la obra creadora de la Naturaleza.
El mundo es un organismo vivo (macrocosmos) y el hombre es la clave de su comprensión (microcosmos). El conocimiento de la naturaleza requiere la búsqueda de un orden matemático que no se asimilará todavía al uso de la ciencia moderna sino a la expresión de una verdad profunda y mística: «Luca Pacioli, que redescrubre la divina proporción o sección áurea, considera a la matemática –tal como lo hicieran Pitágoras y Platón– fundamento de todo lo existente. Se trata, por lo tanto, de una matemática mística y no de una ciencia que encuentra su legitimación en medir, proyectar o construir.» (Puledda, 1994)
El hombre renacentista es muy activo. Se acerca a la naturaleza con afán investigador. Su propósito es la búsqueda del conocimiento y esto lo conmina a someter a cuestión toda certeza consagrada por la tradición secular: «Este espíritu de libertad, de apertura, constituye la condición para la revolución copernicana y todos los grandes descubrimientos de la época. Pero en la base del trabajo técnico, del arte, subyace siempre la idea de un mundo natural que no se contrapone al hombre, sino que es su prolongación.» El descubrimiento del orden natural a través del arte significa «acercarse a Dios, haciéndose como Dios, creador de cosas bellas.» (Puledda, 1994)
El incipiente desarrollo tecnológico y productivo puso la condición para que Gutenberg inventara la imprenta en 1453 y se multiplicara la difusión de ideas, el intercambio y la democratización del conocimiento del que la Iglesia había tenido el monopolio durante siglos. Todo esto contribuyó al inicio de un proceso educativo, de una nueva paideia, que posibilitó la alfabetización del pueblo y la creación de entidades de educación e investigación. En definitiva, el comienzo de una verdadera revolución cultural que nos llevó desde las tinieblas del feudalismo medieval a la ilustración de la época moderna.
Juego de acoplamientos y desacoplamientos
Hemos visto la trama de interrelaciones del pensamiento griego con distintas culturas y cómo estás se van influenciando mutuamente merced al intercambio cultural: en forma de comercio, migraciones, guerras, conquistas, dialécticas ideológicas, etc., tendiendo a una especie de «anidamiento» en el Renacimiento en que, el «occidente» empieza a dominar respecto a la diversidad cultural gracias, sobre todo, al uso de la fuerza. Esto le permite apropiarse no sólo de los recursos naturales sino también de los recursos cognitivos para acabar imponiendo su propia ideología al resto de culturas.
Desde el punto de vista del pensamiento estático es posible observar esta trama de relaciones que estamos describiendo pero, como la mirada es externa, es decir, «desde afuera», nos encontramos dificultades para aprehender la dinámica interna de las cosas. Por este motivo, en la explicación de los fenómenos, se suele tomar una postura parcial en función del particular punto de vista del observador que suele ser consignado como la «verdad absoluta». Por ejemplo, si el observador se adscribe al materialismo histórico interpretará las relaciones en función del poder de los medios de producción. O si el observador vive en plena carrera armamentística, durante la Guerra Fría, interpretará las relaciones en función de quién es el más agresivo. O, si se vive en pleno siglo XXI, se tendrán en cuenta las cuestiones de género. Y todas son interpretaciones válidas, sobre todo, cuando se tiene la cortesía de explicitar el particular punto de vista. Pero, en todo caso, se trata de exposiciones parciales en tanto no contemplan todo el entramado de relaciones en su conjunto, es decir, «desde adentro».
Es evidente que la mirada estática puede afinar mucho sus explicaciones acerca de la relación entre las cosas en la medida que aumenta su conocimiento. Basta comparar lo que sabemos hoy en día con cualquier época pasada. Pero la imposibilidad de abarcar todos los puntos de vista posibles (eventualmente infinitos) comienza a denotar sus limitaciones. Todavía hemos de alcanzar el límite de la razón estática pero debemos intentar introducirnos en una mirada relacional que nos permita aprehender la dinámica interna del funcionamiento de lo real. De esta manera, podremos adecuar cualquier punto de vista a un mecanismo cognitivo que permita una explicación válida, coherente en todos los sentidos.
Nos vamos a ayudar de un concepto traído de la Estética Modal de Jordi Claramonte. Se trata del juego de acoplamientos y desacoplamientos como dinámica relativa a todo modo de relación entre las cosas. De forma muy sintetizada digamos que, Claramonte, distingue dos grandes categorías que fluctúan simultáneamente en cualquier modo de relación. La primera categoría es la de lo Repertorial, es decir, el conjunto de aspectos de cualquier objeto o fenómeno que le da cohesión interna a la relación. Esta sería una fuerza centrípeta, que atrae, que refuerza el elemento. La segunda categoría es la de lo Disposicional, es decir, el conjunto de aspectos que disrumpen la cohesión interna de la relación. Sería, por tanto, una fuerza centrífuga que cuestiona, que crea alternativas. Lo que tenemos, en consecuencia, es una relación de fuerzas entre lo repertorial y lo disposicional que fluctúan dentro de un complejo sistema de relaciones. O, lo que es lo mismo e interesa tener en cuenta: una relación dinámica.
Toda experiencia debe ser entendida entonces a la vez como un acoplamiento y como un relativo desacoplamiento.
Esta perogrullada tiene su relevancia si entendemos que, seguramente, poder o no poder ser generativos en nuestra experiencia dependerá de lo que demos en hacer con ese relativo desacoplamiento, de la medida en que las competencias y los objetos, las disposiciones y los repertorios que quedan sueltos se reorganicen y se acaben encontrando y articulándose de modo imprevisto y al hacerlo induzcan mutaciones tanto en las disposiciones como en los repertorios mismos en base a los que nos hacemos y nos pensamos.
Claro que siempre nos ronda la amenaza de pasar de este relativo y fértil desacoplamiento a un completo desencuentro entre disposiciones y repertorios, a un completo desacoplamiento. Cuando nos quedamos en paro, por ejemplo, muchos de nosotros podemos rozar ese estado, en la medida en que todas nuestras disposiciones, todas nuestras inteligencias se habían ido configurando y tramando a la medida de las posibilidades materiales y objetuales que nos proporcionaba el trabajo. Si se nos arrebata ese repertorio de posibilidades entonces quedamos colgados, como con los pies en el aire, sin capacidad de obrar y comprender. (Claramonte, 2011)
Esta fluctuación de fuerzas entre lo repertorial y lo disposicional nos servirá para comprender mejor esta idea de interrelación cultural porque en el Renacimiento comienza un proceso de autonomía de la razón que es, a la vez, el principio de una ruptura de ese necesario juego de acoplamientos y desacoplamientos propio del normal devenir de cualquier dinámica vital.
En definitiva, es la dinámica de relativo desacoplamiento, es decir, de reorganización o generación de aquellos repertorios que dejan de dar cohesión, de dar sentido a nuestros actos y a nuestras disposiciones para acoplarnos a nuevas situaciones, lo que posibilita, como hemos dicho, el devenir histórico y nos permite definir un patrón en el cual rescatar tendencias que no están en absoluto determinadas porque dependen de la intencionalidad humana ¿Qué pasa entonces si se trunca el juego de acoplamientos? ¿Qué ocurre si nos topamos con un «completo desacoplamiento»?
Autonomía y desacoplamiento
Continuando la tesis de Herrera Guillén, es evidente que en el Renacimiento se sientan las bases de lo que será la Modernidad. El logos en esta nueva emergencia comienza a volverse sobre sí mismo en la medida que confronta a la teología y que tiene que dar respuesta a un nuevo contexto político y social. De este modo, lo individual subjetivo comienza a preponderar arrastrado todavía por categorías del sustrato cognitivo griego relacionadas con la mimesis. Veámoslo en la descripción que hace Raymod Bayer de Leonardo da Vinci:
Para Leonardo (1452-1519), el arte es inseparable de la ciencia y no es, de hecho, mas que su aplicación. Nos hallamos así en plena doctrina mecanicista y racionalista. La estética de Leonardo el Misterioso, al igual que la de Jambico y la de Proclo, esta plena de mística sensualidad. Pero en el artista debe de haber un deseo insatisfecho y aun insaciable: el racionalismo de Leonardo complementa, pues, su sensualidad, su sensus communis, según su terminología. Al artista se le abren dos perspectivas: la imitación de la naturaleza o la sustitución de un Ideal en la realidad. El artista debe darse cuenta de la libertad absoluta que tiene para crear y para añadir a la naturaleza la humanidad de su imaginación. Lo que tiene interés en una obra no es la obra misma, sino el artista que se encuentra detrás de ella, el hombre que ha refractado de manera única la naturaleza. Hemos de intentar reconstituir al artista a partir de su obra; es la resurrección a través de sus obras. He aquí el naturalismo de Leonardo y su verdadera contemplación estética. (Bayer. 1980)
Comprobamos cómo ya prima el genio creador sobre la obra misma que todavía sigue siendo imitación de la naturaleza (mímesis) pero que anuncia el conflicto de ser sobrepasada por una poiesis (creatividad) capaz de sustituir la realidad por un Ideal fruto de la libertad absoluta que tiene el artista para crear. El arte sigue siendo tekné aunque ya está vinculado a una ciencia que lo alimenta. El tipo de hombre renacentista todavía no se ha especializado, es polifacético y omniabarcante, y su actitud ante la vida es de profunda (e ingenua) seguridad en sí mismo. No es para menos. Si el hombre arcaico griego descubrió en poder del logos, el renacentista ha descubierto el poder creador del ser humano cuando la razón se vuelve sobre sí misma permitiéndole crear un mundo a su imagen y semejanza.
Pero el programa renacentista (humanista) estaba condenado al fracaso porque se sostenía sobre un incipiente desacoplamiento entre una poiesis desacerbada, es decir, una enorme libertad creativa individual que roza lo fantasmagórico, lo utópico, y una dimensión axiológica todavía arrastrada por el paradigma mimético griego fundamentada en la virtud, en la nobleza y en la coherencia, conceptos que nos acercan a la perfección, a la armonía, a la Belleza, a la areté… y que tienen un carácter comunitario, de sentido común, que los hace implausibles en este nuevo contexto. La Reforma y la Contrarreforma darán buena cuenta de todo esto y acabará por imponerse una concepción individualista del ser humano desprovisto de esas consideraciones morales que abrirá las puertas del desarrollo económico y social capitalista con todas sus consecuencias. Tal ruptura la veremos claramente en Maquiavelo.
Algunos ejemplos de esta tipología renacentista que estamos describiendo pueden ser Pico della Mirandola que, con apenas veinte años, aprendió la cábala para conciliar el pensamiento hebreo con el Génesis e intentó presentar 900 tesis que debían ser discutidas por un gran auditorio para lograr la paz universal. Nada de esto aconteció y probablemente murió envenenado a los 31 años. O Giordano Bruno de quien Rafael Herrera dice: «Se podría tildar de cruel paradoja que una persona tan enamorada de la vida, del goce de la naturaleza, se negara a salvar su vida y prefiriera una muerte terrible a la humillación de renunciar a sus ideas». O el propio Galileo que se lo pensó dos veces. La Utopia de Tomás Moro. Las políticas sociales de Luis Vives de las que Herrera hace una interesante observación: «Cuando dos siglos más tarde todavía Kant pondrá en duda los derechos de los hijos ilegítimos incluso a la vida, Vives ya postulaba la necesidad de proteger a los niños expósitos, por ejemplo cuidando de ellos en los hospicios y dándoles un oficio y enseñándoles a leer para que no cayeran en los vicios de la indigencia». Y así siguiendo.
Autonomía e universalidad
Uno de los más relevantes acontecimientos del Renacimiento es el descubrimiento (para occidente) del Nuevo Mundo del que podemos extraer una doble connotación. Por un lado, la ampliación del horizonte cultural en el espacio epistemológico que se estaba conformando que dará lugar a la visión del mundo de la ciencia moderna, por ejemplo, con el viaje de Colón como demostración empírica de la esfericidad de la Tierra. Y por el otro, la consideración de la otredad ante el problema de determinar el estatus de humanidad de los habitantes «descubiertos» en esos lares.
La primera cuestión, siempre desde el punto de vista del desarrollo que estamos siguiendo, se enmarca en el contexto de anidación de los ciclos culturales, de manera que en la medida que se amplia el occidental se producen rupturas (esto no es estanco, pues normalmente, la cultura impositora incorpora parte de la pisoteada) en aquellos que se encuentra por el camino. Recordemos que 1492 también es el año de expulsión de árabes y judíos de la península ibérica. Toda vez que los Reyes Católicos desechan el legado cultural andalusí, asumiendo el discurso «occidentalista», impiden o dificultan el arranque de un nuevo ciclo de la cultura arabo-islámica que se quedó ahí hasta el día de hoy. Esto no lo decimos nosotros. Es la postura del profesor Al-Yabri y de muchos pensadores árabes. Lo que Al-Yabri critica es la asunción de categorías occidentales de esos pensadores que les conduce a defender la necesidad de pasar por las mismas etapas que el occidente en una mirada lineal-evolucionista completamente absurda. Al-Yabri, por el contrario, defiende la necesidad de entroncar con la autonomía de la razón de Averroes para continuar el propio desarrollo cultural en el contexto del mundo contemporáneo que no tiene nada que ver con el de la época en la que surgió el liberalismo, por decir algo.
Por no hablar del exterminio de los pueblos del continente americano que, lamentablemente, continúa en la actualidad con enormes imposibilidades para encontrar su propia senda cultural. En definitiva, estamos ante la arqueología de la globalización que se instrumentó a través de la ideología del colonialismo al servicio del cual se puso el logos sofisticándose cada vez más hasta consolidarse plenamente a mediados del siglo XX.
Lo segundo tiene que ver con una dimensión axiológica obligada a volverse hacia sí ante el descubrimiento del otro. En efecto, el problema concerniente a la determinación de la identidad humana de los nativos americanos pone a los renacentistas en la tesitura de contrastarse ante pueblos totalmente ajenos y tomar posición al respecto. Hasta ahora las referencias culturales eran familiares, bien por la proximidad geográfica de los pueblos vecinos o bien por la cercanía cultural de los modelos clásicos:
El descubrimiento de América ensancha enormemente el horizonte del OTRO; América es una tierra poblada de seres humanos; pero ¿son tales seres como nosotros? No es fácil decidir que son infieles, pues jamás habían oído hablar de la Historia de la Salvación; además, según el ecumenismo cristiano, todos los hombres son iguales porque todos son hijos de Dios; los amerindios no podían ser de una naturaleza inferior. A esta conclusión parecen haber llegado los Reyes Católicos con bastante rapidez, asesorados por religiosos, apresurándose a enviar misioneros para instruir a los amerindios en la verdad del Evangelio. La prohibición de vender como esclavos indios caribes traídos por Diego Colón en 1495 da fe de ello [cfr. Abellán , 1979, 462]. (San Martin, 2013)
Esto obligó a utilizar el eufemismo encomienda para explotar a los amerindios que no serán esclavizados sino encomendados a trabajar en las haciendas de los colonos. Pero, además, la enorme mortalidad indígena consecuencia de los virus importados por los europeos (propios del contacto con enfermedades de animales domésticos: gripe [aves], sarampión [cerdos] y viruela [ganado vacuno]) obligó a organizar verdaderas razias contra los pueblos aumentando un maltrato que no se conjugaba bien con la noción de dignidad humana. El conocimiento de estos hechos fue motivo de debate entre los renacentistas que llegaron a la conclusión de que los pueblos originarios no sólo eran seres humanos sino que eran seres humanos mejores que nosotros y que es por causa de la civilización que nos envilecemos, que nos hacemos salvajes bárbaros. Este es el escéptico lamento de Montaigne que amasa amargamente su derrota en las postrimerías de este periodo histórico. El eco de esta postura renacentista todavía resonará en Rousseau en su abstracción del «hombre bueno por naturaleza».
En todo caso, esta distinción entre salvajes buenos y civilizados bárbaros no obtuvo el más mínimo acople en un contexto en el que la ideología colonialista se ocupó de «ir poniendo las cosas en su sitio» dando lugar a las teorías evolucionistas que permitían legitimar la violencia ejercida al proponer la división de los pueblos en: salvajes, bárbaros y civilizados. Así, los primitivos eran efectivamente humanos pero en un estadio evolutivo inferior. El problema moral quedaba solventado.
En el siguiente artículo profundizaremos en esta ruptura, fruto de la incipiente autonomía del logos, que dará lugar a la emergencia de un nuevo paradigma formulado claramente en la figura de Maquiavelo.
Bibliografía:
-
- Al-Yabri, M. Crítica de la razón árabe. Nueva visión sobre el legado filosófico andalusí. Ed. Icaria, Barcelona, 2001
- Raymond Bayer. Historia de la Estética. FCE, México, 1980
- Claramonte, J. Desacoplados. Estética y política del Western. Papel de fumar Ed., Madrid, 2011
- Herrera Guillén, R. La primera filosofía moderna. El Renacimiento. Ed. Tecnos, Madrid, 2020
- Puledda, S. Interpretaciones del humanismo. Virtual Ed., Santiago de Chile, 1994
- San Martin, J. Antropología filosófica I. UNED. Madrid, 2013
Serie de artículos:
El «renacimiento» griego o el origen de nuestro sustrato cultural (I)
El poema de Parménides: el comienzo del pensamiento sustantivado (II)
El Helenismo: la configuración de las actitudes de decadencia (III)
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