Nicolás Maquiavelo: La normalización de la inmoralidad (VI)

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En artículos anteriores iniciamos un recorrido que comenzó en la Grecia arcaica con la configuración del “pensamiento estático” filosóficamente formulada en Parménides. Esta forma de pensar se correspondía con un tipo de mirada, también estática, que daba lugar a los posicionamientos dualistas. Por un lado, vimos el devenir del dualismo ontológico y la paradoja de “la verdad y la apariencia”. Y, por el otro, el dualismo antropológico y el problema de la división entre el cuerpo y el alma.

 

En la medida que este pensamiento estático se iba haciendo más complejo, consecuentemente con un contexto socio-político también más articulado, el emergente logos se fortalecía elaborando recursos más sofisticados para dar respuesta a las problemáticas del momento. Necesariamente, el aumento de la capacidad de raciocinio sumado a las complejidades del paisaje efectivo promovían una “subjetivización” de la mirada entendida como una suerte de “desplazamiento” del “yo” desde la superficialidad del mundo físico hacia la interioridad del individuo. Pero, claro, desde el punto de vista de esa forma mental, incapaz de aprehender dinámicas o procesos, esto se experimentaba “subyacentemente” como una suerte de “polarización”, de conflicto de intereses, que amenazaba manifestar una ruptura entre las dimensiones cognitivas, relativas a los procesos mentales, y las dimensiones axiológicas, relativas a los valores éticos.

Veamos sucintamente otro ejemplo de este “desplazamiento del Yo” antes de seguir profundizando en sus consecuencias. La aparición de los Sofistas, en la antigua Grecia, responde a la necesidad de los individuos de defender sus intereses en un contexto en que la democracia permite la participación del ciudadano en los asuntos públicos. “Tradicionalmente, al menos en el imaginario colectivo de los griegos, la vida comunitaria era un fin en sí mismo; ahora, sin embargo, es un medio del que el individuo se sirve para conseguir sus fines particulares, lo cual implica la disolución de las relaciones armónicas entre individuo y comunidad y la aparición del hombre privado” (Heller, 1982). Los sofistas no pertenecen al demos, cobran por sus enseñanzas y promueven un nuevo tipo de enseñanza de la areté política, que, hasta ese momento, se consideraba un valor intrínseco de la comunidad que edificaba con su ejemplaridad a los jóvenes.

Lo que se está dilucidando, en este momento, es una tensión del dualismo ontológico entre la physis y el nomos. Sócrates se pondrá del lado de la physis para enfrentar a los sofistas defendiendo que la areté, la virtud, no puede enseñarse porque el alma, por ser inmortal, ya la conoce. Es, por tanto, un conocimiento que está en nuestro interior al que podemos acceder a través de la mayéutica. Como se ve, el aumento de tensión entre la physis, o sea, el conocimiento innato, lo esencial, lo determinado, frente al nomos, es decir, el conocimiento adquirido, lo contingente, lo convencional, inaugura una actitud introspectiva, tanto en Sócrates (que a través de Platón inspirará a San Agustín) como en los sofistas, y un conflicto ético, pues los últimos tenían intereses pecuniarios y ni siquiera podían participar en los asuntos de la polis por ser foráneos.

Desde la perspectiva del pensamiento estático, este aumento de tensión acarrea una paulatina e ingenua polarización entre lo interno y lo externo, entre el ser y el deber-ser, entre naturaleza y cultura… pero todavía en el marco del relativo desacoplamiento que mantiene un cierto equilibrio entre ambas posturas… hasta llegar al Renacimiento. Maquiavelo formulará este problema “magistralmente”.

Maquiavelo es testigo del nacimiento de los primeros Estados nacionales en forma de monarquías absolutistas dentro del proceso de descomposición del poder clerical. Es una época de guerras y de enorme fragmentación política y social. Maquiavelo es una figura muy representativa de ese momento y de gran trascendencia para el futuro hasta el punto que su apellido conformó un principio de amoralidad que, paradójicamente, no deja de ser consecuente con los postulados de libertad que proclamaban los renacentistas. Pico afirmaba la libertad del hombre para “esculpirse a sí mismo” ¿Por qué no usar esa libertad para hacer el mal? Maquiavelo afronta abiertamente esta cuestión inaugurando una estética de la maldad y alumbrando al moderno pensamiento político: realista, pragmático y exento de trabas éticas.

Vamos a analizar un pequeño extracto de El príncipe pero antes transcribiremos unas frases de Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Ambas obras fueron publicadas en los albores de 1530 aunque la primera fue escrita 29 años antes. El contraste entre ambos textos no es nada desdeñable. Si El príncipe defiende un modo de hacer política cercano al absolutismo, los Discursos responden a un tratado sobre republicanismo y derechos cívicos. Esto ha dado lugar una polémica sobre si existe un Maquiavelo capaz de complementar ambas obras o, por el contrario, si se trata de dos Maquiavelos incompatibles entre sí.

Discursos sobre la primera década de Tito Livio

… afirmo que un pueblo es más prudente y más constante que un príncipe. No sin razón se compara la voz del pueblo a la de Dios, porque los pronósticos de la opinión pública son a veces tan maravillosos, que parece dotada de oculta virtud para prever sus males y sus bienes. Respecto al juicio que de las cosas forma cuando oye a dos oradores de igual elocuencia defender opiniones encontradas, rarísima vez ocurre que no se decida por la opinión más acertada y que no sea capaz de discernir la verdad en lo que oye.

… tanto han durado las monarquías como las repúblicas; unas y otras han necesitado leyes a que ajustar su vida, porque el príncipe que puede hacer lo que quiere es un insensato, y el pueblo que se encuentra en igual caso no es prudente. Comparados un pueblo y un príncipe, sujetos ambos a las leyes, se verá mayor virtud en el pueblo que en el príncipe; si ambos no tienen freno, menos errores que el príncipe cometerá el pueblo y los de este tendrán mejor remedio.

El Príncipe

Queda ahora por analizar como debe comportarse un príncipe en el trato con súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han escrito sobre el tema, me pregunto, al escribir ahora yo, si no seré tachado de presuntuoso, sobre todo al comprobar que en esta materia me aparto de sus opiniones. Pero siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende, me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre como se vive y como se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad.

Dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar posiciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño (y empleo un término toscano, porque «avaro», en nuestra lengua, es también el que tiende a enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que llamamos «tacaño» al que se abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es considerado dadivoso, otra rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente. Sé que no habría nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas; pero como no es posible poseer las todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y, si puede, aun de las que no se lo haría perder, pero si no puede no debe preocuparse gran cosa y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bien estar y la seguridad.

… No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil.

… Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre.

La completa lectura de ambas obras alimenta muchas dudas respecto a la polémica mencionada más arriba porque hay capítulos demasiado ambiguos como para ponerse de uno u otro lado. No es el caso de los textos seleccionados pues intentamos reflexionar sobre el tipo de hombre que alienta y sobre el modelo conductual que propone ya que representan la separación definitiva del relativo desacoplamiento entre las dimensiones cognitivas y las dimensiones axiológicas del programa renacentista.

En el primer párrafo del texto transcrito de El Príncipe observamos la ruptura, de un plumazo, con toda la tradición antigua por gracia de la descalificación. Afirma que muchos han escrito e imaginado repúblicas inexistentes ateniéndose a un “deber ser” irreal porque hay mucha diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir. Estamos ante un recurso propio del paradigma naciente. La descalificación del otro es un instrumento sumamente eficaz para hacer prevalecer el propio discurso. Maquiavelo no pierde el tiempo en dialogar con los filósofos anteriores y tira de la ironía para tildarlos de “presuntuosos” e inútiles. Para él hay que atenerse a la “realidad de los hechos” y al utilitarismo de los actos.

La descalificación, el insulto o la blasfemia añaden, además, un halo de impunidad que refuerza la posición frente al opositor al eximir de la cortesía de tener que escuchar su argumento. Esta práctica, muy obvia desde nuestra perspectiva porque es de uso corriente, en Maquiavelo es altamente novedosa por la naturalidad con que la utiliza: “no cabe duda que con Maquiavelo nace un nuevo tipo de filosofía política a la vez que una nueva forma de leer. Se puede decir que El príncipe representa una forma de lectura propia de la Modernidad. El florentino es el maestro de la irritación cautivadora. Muchas de sus afirmaciones irritan en la misma medida que fascinan.” (Herrera, 2020)

Por otro lado, el realismo político también le exonera del diálogo con la historia. El Príncipe es un tratado que mira linealmente el pasado desde su presente en busca de indicaciones o legitimaciones para la estratagema contemporánea:

Los romanos, para conservar a Capua, Cartago y Numancia, las arrasaron, y no las perdieron. Quisieron conservar a Grecia como lo habían hecho los espartanos, dejándole sus leyes y su libertad, y no tuvieron éxito: de modo que se vieron obligados a destruir muchas ciudades de aquella provincia para no perderla. Porque, en verdad, el único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla.

Maquiavelo aprende de los monarcas antiguos y modernos, particularmente de Fernando de Aragón, la manera de lograr la añorada reunificación de Italia y no le cabe otra solución que la instauración de un príncipe absoluto que remueva todos los obstáculos que pudieran interponerse a tal fin tales como mandos intermedios, intereses nobiliarios o aspiraciones populares.

El príncipe debe aprender a ser malo pero aparentar ser virtuoso. Esta idea es maravillosa y absolutamente revolucionaria en este contexto porque institucionaliza la hipocresía, la demagogia y la falsedad como algo positivo, útil e incluso necesario. Esto no significa que antes no hubiera demagogos ni mucho menos. Ahí están los sofistas, por ejemplo, que se jactaban de defender un argumento y su contrario en el contexto de un arte retórico que partía de la premisa de que la verdad es relativa a las palabras. En Maquiavelo, la maldad se interioriza con carácter positivo. Digámoslo en los términos que estamos manejando: en el florentino la desacerbada poiesis renacentista entra de lleno en el problema del mal y lo resuelve (desacoplándose) por la vía de la apate, o la ilusión estética, dando comienzo a toda una tecnología ideológica (y propagandística) que no es necesario rastrear para llegar a nuestros días. “Podríamos definir la maquiavelización del pensamiento occidental como la creencia moderna en la absoluta maleabilidad del ser humano.” (Herrera , 2020)

Se culmina, de este modo, la configuración de un tipo de ser humano que dará lugar a la época Moderna en que la autonomía de la razón vendrá de la mano de una ruptura, una suerte de esquizofrenia (que devendrá patológica con el desarrollo del capitalismo como explican Deleuze y Guattari) o desacoplamiento interno entre nuestros actos cognitivos y nuestros actos axiológicos, que imposibilitarán hacer efectiva una acción coherente. Esta contradicción interna dejará de generar conflicto en el sentido de que se oculta, es anestesiada (Bück-Morss, 1993), por la fantasía de la apariencia y por su propia normatividad como cuando le decimos a nuestros hijos que hagan lo que les decimos y no comprendemos por qué hacen lo que hacen (es decir, imitarnos, ser espejo de nuestra incoherencia). Y esto, evidentemente, es muy problemático.

Sobre la apate

Claramonte, en su Estética Modal, habla de las “categorías operacionales” que conectan los diferentes estratos que conforman la realidad que percibimos y revelan sus aportaciones específicas. Estas categorías son: la mímesis, que hace la conectiva entre el estrato de lo inorgánico y el estrato de lo orgánico; la poiesis que conecta el estrato orgánico y el estrato psíquico; la apate entre el estrato de lo psíquico y el de lo social-objetivado (o cultural) y; la catarsis “susceptible de atravesar y poner en juego todos los estratos, como suele ser el caso de una genuina experiencia estética”. (Claramonte, 2021)

Hay que entender estas categorías como una articulación en un medio homogéneo, es decir, una reducción de nuestras formas de percepción y representación de una realidad en la que pueden acotarse múltiples “capas” o, dicho de otro modo, como las diferentes perspectivas en que organizamos nuestra experiencia sensible. Estos estratos son inseparables en su dinámica de realización y se constituyen merced a la emergencia de nuevas características en cada estratificación resultando, de suyo, que lo nuevo contiene lo anterior pero no a la inversa. Por ejemplo: La materia orgánica surge y se organiza a partir de la materia inorgánica que se convierte en su imprescindible sillar de subsistencia. Lo inorgánico puede existir sin lo orgánico pero no al contrario. (Hartmann, 1954-1963)

Respecto a los estratos “superiores” esto es, el estrato psíquico y el estrato social-subjetivado, si pensamos en una época anterior a la existencia del ser humano podríamos imaginar que las categorías apate y catarsis no eran posibles porque son exclusivos de nuestra especie (esto lo discutiremos más adelante). Pero no es el caso y, operacionalmente, no es factible desembarazarse de lo que nos hace humanos. De cualquier modo, las categorías forman parte de nuestra dimensión cognitiva porque nos permiten conocer lo que hay. Conocemos a través de lo que podemos categorizar y, en ese sentido, podemos decir que las categorías constituyen la perspectiva desde la que miramos el mundo.

Hasta ahora nos hemos movido entre las categorías de la mímesis y la poiesis. Hemos visto que la preponderancia de la mímesis, de la imitación, se corresponde con el mayor peso de los estratos inferiores (inorgánico y orgánico) respecto a los estratos superiores (psíquico y social-objetivado). Esto explica que en las primeras disposiciones creativas, la poiesis estuviera más o menos supeditada a la visión del mundo antiguo en torno al concepto de Belleza, Armonía, Verdad, Unidad, Dios, Naturaleza… en el sentido del valor de aproximarse lo más posible a lo perfecto, a los estratos más “materiales”.

Durante el Renacimiento se retoma ese ideal estético representado, en el arte, por el realismo vassariano, pero con un importante matiz: Ahora es tan valioso o más el genio creador del autor, que la obra misma. Esto es debido a que la perspectiva de la poiesis se empieza a imponer y aumenta la tensión hasta llegar a un momento de conflicto sumo, de sorpasso, por decirlo de algún modo, en el cual la creatividad individual romperá la barrera de lo real, de la mímesis, y será capaz de suplirla, construyendo realidades a su antojo. Esto creará una nueva problemática. Lo hemos visto con el tema de la maldad, por ejemplo.

Claramonte explica que apate deriva del verbo griego “apateó” que significa “engañar” atendiendo a la capacidad de “tender una trampa basada en una suerte de ilusión”. Esta ilusión objetiva un juego lenticular entre lo visible y lo invisible que permite aprehender experiencialmente “la forma concreta del paisaje de lo estético, el lugar categorial en que mímesis y poiesis confluirán, el medio concreto en el que se objetivarán y tomarán cuerpo sus complicidades y sus conflictos” (Claramonte, 2021). En la apate se pone una distancia atencional que permite establecer un marco teórico comprensivo en la medida que atrae o conduce nuestra atención por múltiples caminos. Esa distancia atencional se incrementa cuando el contexto pasa de primar lo mimético a hipostasiar lo poiético y, entonces, esa capacidad ilusoria puede terminar por desconectarse de lo real.

Es así como Maquiavelo cae en la paradoja de calificar como ilusorios a pensadores que dialogaban con la realidad mientras se presenta a sí mismo como realista cuando lo que hace es una propuesta delirante pero que tiene la virtud de cautivarnos, de hacernos caer en la trampa de su propia ilusión enajenada. Como afirma Rafael Herrera, el modelo de príncipe que propone Maquiavelo es exagerado e ingenuo. No parece muy plausible que pueda existir hombre alguno que aglutine semejante repertorio de cualidades (por muchos que lo hayan intentado). Cuando Moro escribe Utopía nos embauca en un debe ser, que no deja de ser una imagen ilusoria, que nos retrotrae a constatar una crítica realista del mundo en que vive. Moro consigue crear un bello medio homogéneo que succiona nuestra atención y nos traslada por una serie de parapetos figurativos, de acotaciones literarias, que nos producen una experiencia (una catarsis) bien distinta de la maquiavélica.

Comprobamos así el doble juego de la apate que nos permite decir, casi técnicamente, que el pensamiento presentado como realista resulta ser una ilusión desacerbada, una apate desacoplada de lo real, que nos entrampa en sus categorías y nos impone su mirada, su particular visión del mundo. Maquiavelo como hábil jugador sabe jugar la baza para ganar la partida en el nuevo paisaje que se está configurando.

En los siguientes artículos nos situaremos ya en un contexto de contemporaneidad en el que aparecerán nuevas rupturas y emergencias que llevarán al pensamiento estático, a nuestra forma de ver y sentir el mundo, a una situación límite. Nos preguntaremos si el agotamiento, si el desgaste de esta forma mental occidental, surgida en la Grecia antigua, no abrirá la puerta a un nuevo tipo de ser humano y a una nueva “forma mental” o si, por el contrario, seremos incapaces de superar la extrema polarización a la que nos ha portado la mirada dualista y estática.


Bibliografia

    • Bück-Morss, S. Estética y Anestésica. La Balsa de Medusa, Madrid, 1993
    • Claramonte, J. Estética Modal II. Ed Tecnos. Madrid, 2021
    • Hartmann, N. Ontología (5 vol.). FCE, México, 1954-1963
    • Herrera Guillén, R. La primera filosofía moderna. El Renacimiento.Tecnos. Madrid, 2020
    • Gómez Espelosín, R. Introducción a la Grecia Antigua. AE. Madrid, 1998
    • Maquiavelo, N. El príncipe. Aleph Ed. 1999

 

Serie de artículos:

El «renacimiento» griego o el origen de nuestro sustrato cultural (I)

El poema de Parménides: el comienzo del pensamiento sustantivado (II)

El Helenismo: la configuración de las actitudes de decadencia (III)

El Renacimiento histórico: la conexión griega (IV)

El Renacimiento histórico: la nueva imagen del hombre y del mundo (V)

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2 Comentarios

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